Aislamiento

Publicado el 01 julio 2019 por Ispamaga @is_ma_ga

Después de tartamudear por años, junto a sus padres y hermanos y de haber sido objeto de burlas en la ciudad, Crisóstomo se dispone, orgulloso, a hacerse un orador nato. En esta ciudad todos hablan como reyes, las casas están construidas para que las voces se escuchen con rigor y fuerza; las paredes tienen varias capas de madera que absorben y aíslan el sonido; no existen ventanas y los techos son inmensamente altos.

En los mercados se escuchan oradores de verdad, esos que hacen que te detengas y aplaudas. Cada puesto tiene un vendedor que convence con sus palabras. Crisóstomo se asombra porque no le parece normal que alguien sea orador en un espacio abierto; visto esto, se aleja de sus padres y se encierra en una casa en el campo. Empieza a comer hojas de menta para aclarar la voz y de vez en cuando hace gárgaras con hojas del aire para limpiar su garganta. Ahora, ya lleva muchos años practicando la destreza de la oratoria y la forma de combatir la humedad de sus paredes y suelo.

En la casa de campo la escalera no brilla, la mesa sufre debajo de un mantel de encajes. Por más que pula el piso, así como pule cada frase, cada modulación de la voz, cada entonación, cada silencio, se siente áspero. Vocaliza mientras ordena los libros roídos que están sobre un estante alumbrado por una única luz que llega de una ventana redonda. Experimenta con ademanes y gestos. Prepara un guion y no lo lee, cocina y, con el plato apoyado en las rodillas, no come. Su reloj reposa sobre una servilleta; nunca ve qué hora marca. No sale de casa y es capaz de repetir una y mil veces un vocablo hasta que el sonido consiga la perfección. La casa es su escenario.

Con el tiempo su voz se va aclarando y, entretanto, decide ya no recibir en casa a sus padres; teme que le contagien con su rústico tartamudeo qué, según él, está superando. Cierra la ventana. Ya no se da tiempo de conversar y el mantel de encaje está raído pero limpio. Tiene miedo de que le ensucien el piso o le quiebren una taza, tiene miedo de que le roben su estilo de habla.

Finalmente, cuando ya no le ha quedado nada que limpiar, cuando ya cree tenerlo todo, decide ir a la ciudad. Camina por los callejones atestados de vendedores. Está preparado para su primer día de orador. La multitud habla de él, camina entre niños, jóvenes y adultos directo a la plaza del centro y pronuncia su primer discurso. Termina sonriente.

«¿En qué idioma ha hablado?».

Muchos se ríen, otros lo ignoran y prefieren ir a ver a los payasos.

Volvió a vivir con sus padres bajo un techo alto y sin ventanas, pero mientras están juntos, deciden no cruzar una sola palabra.

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