No hay nada más placentero que ver a tu hijo o hija dormir tranquilamente, literalmente como un angelito, y nada que pueda colocarte más cerca de sufrir un colapso nervioso que la pataleta de ese mismo niño o niña, simplemente porque tu concepto de hora de acostarse y el suyo difieren. Mi vecino de abajo debe estar ya acostumbrado a las llantinas sin freno aparente, pero yo no.
Otra de las situaciones más desasosegante que vivo con relativa frecuencia (se ve que no soy muy previsora) es la lucha de mis dos hijas por el único, deseado e inigualable chupete. Resulta que los demás de su especie se han esfumado, mueves absolutamente todo y no hay más chupete que el objeto de la disputa. La solución: bajar a la farmacia a comprar otro, con las criaturas, por supuesto. Si has de desplazarte a una de guardia, sea la hora que sea, es mejor hacerlo. O tus tímpanos se resentirán notablemente.
Y la situación escatológica por antonomasia, el momento ¡¿quién se ha llevado las toallitas?! No mamá, no ha sido nadie. Simplemente, se te ha pasado por alto meterlas en la bolsa del carrito. Ahora sí, hay chupetes a pares y la nena dormía plácidamente hasta que tu olvido ha hecho que lo que debía ser un cambio de pañal de 20 segundos de duración se convierta en una odisea, porque la abuela se acerca con la esponjita mojada y el contraste térmico sume a la niña en llanto… Otra vez. Pero, aunque no sea reparador para la mamá, ese llanto es vida.