No está muy lejos el tiempo en que hasta la último cimiento venza, los días soleados parafraseen el colapso, y aun así este piano no deje de sonar muy alto y muy él, tan adentro, en los cardúmenes de mi latido. Balada y copla y réquiem de mis llantos. Todo habrá terminado y no habrá hecho sino comenzar. ¡Cuánto luchamos y perdimos para llegar a este momento y cuánto nos queda aún por padecer! El precio a pagar por el invierno de los asesinos no tendrá techo ni verá otro amanecer que no sea la pena umbría, el gélido desconsuelo. Mírame a la cara y dime. Sé sincera. Dime si queda algo de cuanto fui y conociste. Si estos ojos merecen la luz de la vida. Si estas manos deberían volver a acariciar una piel distinta de la del hermano cadáver. Si no debería asesinar mi voz, callarla para siempre: mi memoria es trasunto del infierno y sólo yo debería dormir, dormir eterno en su regazo, mamar su leche amarga. ¿De verdad es esto el fin? ¿Éste era el objeto, el último sentido? Criado para la destrucción, adiestrado en la acedía, qué será de mí, puñal descabalgado, chillido inerme, peón sacrificado en aras del disparate. Aléjate de mí. Soy un infectado, un apestado del odio, podría contagiarte, y el mundo te necesita para seguir teniendo nombre. Déjame a solas con el barro y la ceniza. Quiero estar preparado. Ya los siento cerca. Los días de piedra. La estrechísima y lluviosa primavera de los petrificados.