Mi segunda confesión es más íntima, aunque también emulativa. Verán, a ratos me identifico con Tomine. Tomine es un personaje literario procedente de la última novela de Santiago Roncagliolo, un fugaz secundario cuya vida se reduce a apenas unas páginas. Tomine siente una gran fascinación por Mai, una bella cantante japonesa, por eso acude a todas sus actuaciones, noche tras noche, para disfrutar de su presencia en la oscuridad de la butaca, siempre escondido de forma anónima entre el público, esperando no ser descubierto. Quizás sea yo menos fiel, pero sí siento de una manera similar mi relación con Natalia Dicenta. Como un acosador afectado por la timidez, la he seguido allá donde su vena musical la conducía. La recuerdo con nocturnidad en la sala Clamores, también en cálidas noches de abril similares a esta en el Café Central, y en su magnífica puesta de largo como cantante en el teatro Albéniz. Escondido en mi butaca he podido disfrutar de Gerswhin y de Porter y hasta de Luis Pastor (cómo he echado de menos ese disco que nunca vio la luz) llenando el aire, derramándose desde su portentosa, armónica voz. Ellos ponían la música, pero el influjo, la magia, la fascinación siempre han sido cosa de ella, de la cantante, de la actriz. De Natalia.
Les hago cargo de tales precedentes para que entiendan la emoción que me embargó al conocer la existencia de "Al final del arco iris", la obra escrita por Peter Quilter programada actualmente en el teatro Marquina. En ella se representan los últimos días de esplendor de la gran Judy Garland, apoyados en el rostro y la voz de Natalia Dicenta. Anoche asistí a la función, y tengo que catalogar la experiencia como memorable. Aunque para ser sincero, y como a estas alturas podrán imaginar, difícilmente hubiera podido ser de otro modo.
Una de las razones de mi disfrute se debe al texto. Quilter, que ya cosechó un gran éxito hace años con su obra Glorious!, ha sabido elaborar una historia que se mueve bien a dos niveles, tanto en el terreno individual como en el simbólico. Tres personajes le bastan para convertir la crónica de los últimos días de triunfo de la estrella en un resumen de las principales claves de su vida. En torno a Judy Garland, protagonista evidente de la obra, se sitúan dos personajes que son a la vez convencionales y simbólicos. Mickey Deans es el futuro quinto marido de Garland, actual promotor de la artista, pero no es muy difícil vislumbrar en él, en sus maneras dominantes y en sus exigencias, la figura de la Metro Goldwing Mayer, el gran estudio que monopolizó y encorsetó la juventud de la futura Dorothy. En el extremo opuesto, el pianista y devoto Anthony (un magnífico Miguel Rellán), ejerce la representación del colectivo gay (LGTB si se sienten más cómodos), grupo para el cual ella fue un auténtico icono.
En esta doble lectura de los personajes, el juego de paralelismos permite el acceso tanto a un primer plano de la estrella en sus últimos días como al resumen de dos de los factores más determinantes en su vida. Cuando Deans la presiona para cumplir con sus contratos, es la MGM quien lo está haciendo; cuando le ofrece las pastillas para que siga cantando, es también el estudio quien lo hace. Por otro lado, las preocupaciones y la devoción que muestra por ella el pianista Anthony son las mismas que le dedicó el colectivo gay, tristemente y tras cinco matrimonios, el único que pareció demostrarle amor incondicional. La mejor escena de esta obra dramática, aquella en la que Anthony intenta darle un ambiguo beso en los labios, se asienta sobre este último concepto. Amor sin deseo; deseo sin amor. Aún así, el texto de Quilter no propone la figura de Judy Garland como la de un juguete roto. Sí es cierto que las referencias a sus principios en el cine y a la actitud de su madre podrían apuntar hacia ello, pero el texto hace el mismo hincapié en su adicción a los barbitúricos que en su difícil personalidad. De hecho, el carácter de la diva añade a la obra grandes dosis de humor, mucho del cual nace de sus arrebatos irascibles, de su lengua viperina y de su gran habilidad para la provocación.
Otro gran acierto es el método utilizado para convertir un argumento biografico en una obra musical. Las actuaciones de Judy Garland en el Talk of the Town, continuación de lo que va aconteciendo en la habitación del Hotel Ritz, se intercalan con los diálogos tras un fundido en negro para provocar una mayor participación del público. La desaparición de la cuarta pared convierte a los espectadores de "Al final del arco iris" en los de aquellos conciertos londinenses de 1969, integrándolos en la obra. El resultado es un mar de aplausos tras cada canción, la rendición total del público a la maravillosa voz y al arte interpretativo de Judy Garland. Porque es ella, por mucho que se disfrace de Natalia Dicenta, la que despliega sus reconocidas dotes para la seducción desde el escenario. Sus piernas abiertas, firmes sobre las tablas, sus brazos extendidos al infinito, sus nerviosas manos y su torrente de voz la delatan.
El repertorio, además, es excelente. Canciones como "For Once in My Life", "You Made Me Love You", "Come Rain or Come Shine" y, por supuesto, "The Man That Got Away" y "Over the Rainbow", configuran, entre otras, el fondo musical sobre el que se desarrolla el inteligente drama escrito por Peter Quilter. Y aunque este acaba con un tema tan figuradamente alegre como "Get Happy", uno no puede evitar, a pesar de la enorme satisfacción por el espectáculo vivido, que le embargue un cierto sentimiento de tristeza. Por la tragedia de Judy, claro, pero también por la falta de popularidad de una de las actrices más grandes de su generación, Natalia Dicenta. Alguien lo decía la otra noche: si no haces televisión o cine, no existes.
* Imágenes extraídas de la página web de la obra, Al final del arco iris