César Palacios
Al loro, maestros, que aquí nadie se casa con nadie, el que un día os muele a palmaditas en la chepa, al siguiente os estoquea el morrillo con un destornillador del Leroy Merlin; el que con pelos como coñetas y lágrimas en los ojos muestra en el bar, como un trofeo de caza, los machos que arrancase a las chaquetillas en una de vuestras furibundas salidas a hombros, pasado mañana os acusará de ser unos maricones sin arrestos de torero macho; el menda que en tertulia dominical hace énfasis en que son una fórmula magistral compuesta por átomos del oficio bienvenidista, moléculas de brío lagartijero, manojos de romero y tarros de salero belmontista, antes del lunes, en lo que tarda en pestañear un chino con sueño, pondrá bocabajo el arbol genealógico de las familias de ustedes, maestros, y seréis consagrados como tercer y cuarto hijo del Cordobés. Así es esta insana afición, esquizofrenias partidarias aparte, los -ismos y los -istas, la personalidad del que sabe ver de toros irradia, como rayos de sol en primavera, un enternecedor despotismo bribón, un romanticismo shakesperiano ibérico, donde en el tendido acampan esos hamlets del Siete, con pancartas en lugar de calaveras, al alimón cuerdos y locos por el Toro, junto a romeos con agallas para despachar a por amapolas a Julieta si la dama gusta de ver garcillos y cuvigrandes, y una serie de personajes con la inmoral moralidad de no saberse atados a profeta alguno, de hacer de la incredulidad bandera y de la sospecha, conjura, unos santo tomás ápostol que pontifican desde el tendido y que para creer en el milagro del toreo deben meter el dedo en la llaga cada tarde, aunque luego en el sótano de casa tengan un país del vaticano con la decoración del Serranito, repleto de imágenes y reliquias de los dioses a los que una y otra vez arrojaron almohadillas y desmontaron el tenderete como sarracenos en el templo.
No busquen culpables, maestros, el petardo lo han pegado solitos, no ha hecho falta que nadie les dé el empujoncito y demasiado bien han escapado esta vez, que venir a Madrid con una corrida de Jandilla, hierro que veintidos años después de su última aparición venteña es incapaz de traer seis toros presentables, tiene poco que ver con el discurso que nos han vendido durante todo el invierno. Nadie puede discutir que la procesión de cariño y respeto de la que gozan entre el aficionado es ganada a pulso, que nadie podrá saber los litros de saliva que tuvieron que tragar con los marrajos astifinos de Gavira ni calibrar las trémulas noches de hotel, de suspiro y vigilia, víspera de días de cárdenos, cebadas y tíos triguereños. Pero esto no es lo que se espera de ustedes, maestros, que merced a esa avinagrada tirria que se han ganado sus colegas de Seguridad Social, que firman como el jédiez, el pueblo os ha elevado a los altares, a última esperanza antes de la definitiva extrema unción a la torería, harto del mangoneo de señoritingos con estoque de carbono y toro de velcro, ve en ustedes, maestros, a los revolucionarios que muleta en la izquierda, espada en la derecha y corazón en el medio, destierren a las figuras maldiciendo a su paso, y eso, a veces, como sucedió este Domingo de Ramos, es jugar con ventaja.
Sepan que no han estado a la altura y no porque no puedan, que sería perdonable, y no haría que estuviésemos discutiendo estos incómodos asuntos que todavía no llegan a representar problema, estamos así porque no han querido, pecado que los coloca en el mismo saco que los demás, cuando todos los que hemos estado al loro sabemos que no lo son.