Un (esperemos) interludio extraño en la vida del film, pero no demasiado ajeno de sus ropajes, ese reflejo desertizado y a la intemperie de un país donde la gente malvive o está a punto de hacerlo y cómo de ilógica o aleatoriamente funciona el mundo desde el punto de vista de unos desamparados que se empeñan en no serlo - los otros, la mayoría de los que encuentran, ya no tienen esperanza y hasta les parece que nada puede hacerse para cambiar - y aún conservan una meta.
Pudieron ser estos, niños de Erice (y varios elementos, éticos y estéticos, de los dos primeros largometrajes del español, que no parecía encontrarse entre los favoritos del griego, se perciben entre los fotogramas del film) y ya puede ser el azar - se parte el cable del tractor que arrastra a un caballo, ya inútil, y de repente ven que aún está vivo y rompen a llorar; un soldado les da dinero en una estación dudando más de sí mismo que de ellos - como el orden quebrantado - el tipo que cada noche les ve en el andén mirando a un tren al que no se atreven a subir, convencido de que debe ser un juego; los comediantes, redivivos de "O thiasos", vagando en busca de un escenario y tomando la playa para ensayar o vendiendo sus ropas de escena, derrotados - que parece imposible intuir los porqués y descifrar los absurdos.
La metáfora del viaje como tránsito hacia los límites entre las edades de la vida, tan recurrente (y presente, no está oculta ni disfrazada) al hablar del film y en general de sus películas, podría limitar y hacer muy teórico su alcance si lo que se debe es obtener una suma aritmética de episodios trascendentes o significativos, que tienen un efecto tan privado en las mentes de los niños y el resto de personajes que sin ir más lejos, la terrible escena de la violación de la niña no provoca más cambios ni desgaste que las esperas, la falta de referencias, el cansancio.
Esas son las verdaderas fronteras que hay que cruzar.
A ese ritmo y en ese continuo impasse es donde mejor y más brilla el cine de Angelopoulos, donde sus planos largos, sus súbitos monólogos (y cartas, enviadas ¿adónde?, ¿a quién?), sus movimientos colectivos cuidadosamente coreografiados, sus meandros y dilaciones (y los obsequios buñuelianos de Tonino Guerra asaltando el discurso: cómo le hubiera gustado trabajar con el maestro de Calanda, sin la insolencia de un guión acechando), sus miradas al pasado, a los orígenes de las cosas, se tornan misteriosos y tensos, coadyuvando a preservar lo único que no debe perder jamás el valor, se haya perdido o no la candidez: la intimidad, la libertad.
La del paseo nocturno punteado con cello de la niña-mujer hacia la habitación de Orestes, con el inquietante paralelismo de encontrar la estancia tan oscura como esa parte de atrás del camión donde fue vejada, obligándole a superar su curiosidad utilizando un elemento nuevo, la iniciativa, en forma de luz.
O el movimiento circular con la cámara que los rodeará a ambos varias veces hacia el final abrazados en medio de la carretera, cuando ella se viene abajo porque él la comprende y ella empieza a hacerlo. Un instante que rima con el final, cuando los dos "pequeños solitarios" como Orestes los llama divisan el primer ser vivo de una nueva aventura, un simple árbol que les da la bienvenida.
Muchos momentos de admirable cine.