¿Habrá dos cineastas llamados John Cameron Mitchell? El primero que lleva ese nombre es el desbocado realizador de la excesiva Hedwig and the Angry Inch (2001) y de la sexosa Shortbus: Tu Última Parada (2007). El segundo es el sensible director de Al Otro Lado del Corazón (Rabbit Hole, EU, 2010), un sereno melodrama centrado en el quebrado matrimonio formado por Nicole Kidman –nominada al Oscar 2011- y Aaron Eckhart.Por supuesto, se trata de la misma persona. Lo que sucede es que, en su tercer largometraje como director, John Cameron Mitchell le ha apostado a moverse al otro lado del espectro dramático y estilístico. Tomando como base una obra teatral de David Lindsay-Abare -no vista por mí- y adaptada por el mismo autor, Mitchell nos entrega esta vez una honesta exploración sobre el dolor, la pérdida y la vida que sigue después de una inimaginable tragedia.La razón por la cual Becca y Howie (Kidman y Eckhart) están distantes la conocemos a cuenta gotas. También por qué Becca sigue a escondidas a Jason (notable Milles Teller), un melancólico adolescente a punto de entrar a la Universidad.Mitchell es díscolo con la información, pero no lo hace para crear suspenso alguno. Más bien, estamos ante un meritorio ejercicio de contención dramática y narrativa, eficazmente sostenido en un reparto sin tacha y en el preciso control del encuadre por parte del cinefotógrafo Frank G. DeMarco. Los personajes, su ambiente y la manera en que la trama va avanzado están de tal forma reprimidos que, cuando finalmente vemos que alguien estalla –el pleito entre Becca y Howie, los reproches de Becca a su madre (bienvenida Dianne Wiest), las risotadas mariguaneras que Howie no puede evitar-, la escena en cuestión resulta genuinamente emotiva o hilarante. Mitchell cae en un riesgo evidente: que por irse al otro extremo del espectro, del exceso a la contención, este melodrama termine resultando, para algunos, un ejercicio inerte, seco, decepcionante. Le faltan lágrimas, gritos, desgarramiento de vestiduras, trepidante clímax, dirán varios. Y pueden tener razón: acaso a Mitchell se le pasó la mano. Y, sin embargo, en el final, cuando Becca y Howie platican de su futuro inmediato para señalar que “algo se nos ocurrirá”, no pude evitar sentir algo de alivio: Mitchell había logrado que me interesaran estos personajes. Y así, nada más, sin muchos aspavientos.
¿Habrá dos cineastas llamados John Cameron Mitchell? El primero que lleva ese nombre es el desbocado realizador de la excesiva Hedwig and the Angry Inch (2001) y de la sexosa Shortbus: Tu Última Parada (2007). El segundo es el sensible director de Al Otro Lado del Corazón (Rabbit Hole, EU, 2010), un sereno melodrama centrado en el quebrado matrimonio formado por Nicole Kidman –nominada al Oscar 2011- y Aaron Eckhart.Por supuesto, se trata de la misma persona. Lo que sucede es que, en su tercer largometraje como director, John Cameron Mitchell le ha apostado a moverse al otro lado del espectro dramático y estilístico. Tomando como base una obra teatral de David Lindsay-Abare -no vista por mí- y adaptada por el mismo autor, Mitchell nos entrega esta vez una honesta exploración sobre el dolor, la pérdida y la vida que sigue después de una inimaginable tragedia.La razón por la cual Becca y Howie (Kidman y Eckhart) están distantes la conocemos a cuenta gotas. También por qué Becca sigue a escondidas a Jason (notable Milles Teller), un melancólico adolescente a punto de entrar a la Universidad.Mitchell es díscolo con la información, pero no lo hace para crear suspenso alguno. Más bien, estamos ante un meritorio ejercicio de contención dramática y narrativa, eficazmente sostenido en un reparto sin tacha y en el preciso control del encuadre por parte del cinefotógrafo Frank G. DeMarco. Los personajes, su ambiente y la manera en que la trama va avanzado están de tal forma reprimidos que, cuando finalmente vemos que alguien estalla –el pleito entre Becca y Howie, los reproches de Becca a su madre (bienvenida Dianne Wiest), las risotadas mariguaneras que Howie no puede evitar-, la escena en cuestión resulta genuinamente emotiva o hilarante. Mitchell cae en un riesgo evidente: que por irse al otro extremo del espectro, del exceso a la contención, este melodrama termine resultando, para algunos, un ejercicio inerte, seco, decepcionante. Le faltan lágrimas, gritos, desgarramiento de vestiduras, trepidante clímax, dirán varios. Y pueden tener razón: acaso a Mitchell se le pasó la mano. Y, sin embargo, en el final, cuando Becca y Howie platican de su futuro inmediato para señalar que “algo se nos ocurrirá”, no pude evitar sentir algo de alivio: Mitchell había logrado que me interesaran estos personajes. Y así, nada más, sin muchos aspavientos.