Ángel Almela Valchs
Al otro lado, yo
Colección Acanto, nº 5
Edita el grupo de literatura LA SIERPE Y EL LAÚD
“Al otro lado, yo”, es el sugestivo título del poemario con el que Ángel Almela intenta una indagación personal en su propio yo, un ahondamiento en su subjetividad; para ello deberá, como Alicia, traspasar el espejo y ver que hay al otro lado del mundo bruto de superficies, objetivo, que nos impacta con su sola presencia, e indagar la noche de la conciencia, fluctuante y desvelada. El mundo de la conciencia es subjetivo, se vive hacia el interior y está traspasado por la emoción; de ahí su carácter de intimidad tremenda, de clausura y oculta magia para los ojos poco perspicaces. Y, sin embargo, adquirido por el choque con las cosas y por la resonancia con los otros, es justamente ahí donde se registra el sentido de cada existencia. El poeta nos toma de la mano y nos hace partícipes de la contemplación de ese su mundo velado, el cual pretende manifestar, porque pasa, y nos pasa, al otro lado del espejo.
Lo primero que encuentra el lector de “Al otro lado, yo” es un ritmo temporal pautado y bien definido, trazado como un arco, quizá flecha, que va desde la media noche de un día cualquiera de abril hasta la prefiguración del nuevo día, su alborear en la mañana (las 08:15 AM), desde el poema que lleva por título “Duermes” hasta ese otro que lleva por rótulo “Despiertas”. Pero, vayamos por partes; esta linealidad del tiempo hasta cierto punto es ilusoria por cuanto queda subsumida entre una profusa circularidad. Dormir o despertar, todo un círculo, porque cualquier despertar es morir al sueño del cual se despierta; pero, si morir es soñar, despertar ha sido dormir. Este círculo a su vez está encerrado en otro círculo, el que enmarcan los poemas “Primero” y “Último”. Lo primero y lo último, un cierre de perspectivas, y, sin embargo, lo último también es lo primero, porque de lo último arranca el inicio de lo nuevo, que es primero. Doble círculo, al que hay que añadirle un tercero, aquel que limitan las ilustraciones de Ana Almela, la hija del poeta, y que lanzan al lector a una exterioridad allende las palabras, hacia la sugerencia de unas manos que acogen y una boca desde la cual emerge un ser. ¿Qué significación tiene para el poeta esta triple circularidad? Creo que esta pregunta es importante. A falta de mejor respuesta debo callar y mostrar tan sólo la impresión que el poemario me ha producido.
“Omnes feriunt, ultima necat”, reza el adagio latino, y las horas de la noche son especialmente propicias para morir, cuando se desviste el mundo de ropajes y la conciencia lúcida indaga acerca del sentido. Hipnos y Tánatos, los dos hijos de la Noche, desde el primer al último poema se alternarán en los estados de conciencia del poeta —sueño, duermevela, ensueño, desvelo— hasta que a éste por fin se le revele una realidad más honda: aquella otra impregnada por la emoción que transfigura la misma realidad. Si despertar ha sido morir cuando morir ha sido soñar, y si soñar supone dormir y dormir es morir, entonces el sueño no perdura cuando acontece el despertar. Sueño y muerte, los dos hermanos gemelos, claman de esta forma por una vida plena y, para ello, en el desvelo del poeta, indagan el misterio del amor.
Porque sólo se ama aquello que se conoce, surge así el imperativo de definir, dar un nombre; ahora bien, cuando las cosas se nombran, no tan sólo se las conoce sino que se les insufla vida al convocarlas a una existencia que de otro modo no tendrían. Es perentorio, pues, encontrar ese nombre y, para ello, se hace necesario signar especialmente los espacios de empatía donde surge el otro, el reflejo del yo allende el espejo de la conciencia, y, por el otro, y con el otro, volver al yo desvelado que busca su identidad. El propósito del viaje del poeta queda revelado: Ángel Almela pretende abandonar el mundo rotundo de las formas para adentrarse en un mundo sutil, sin contornos, en un mundo de emociones que claman por ser definidas y, al quedar definidas, ser convertidas en sustancia de su propio yo, quien les da la vida. Este viaje le llevará hacia la humanización del otro, la cual supone su propia humanización, una conquista de amor con la cual conquistará su nombre propio.
Plauto al indicar que “nomen est omen” (el nombre lo dice todo, especifica un destino, una identidad), aun sin pretenderlo, entrará en contradicción con los budistas. Éstos lanzan un órdago al yo, y nos retan: por más que lo busquemos jamás lo encontraremos. Nos enfrentamos a un dilema potente. Si no tenemos identidad, el mundo tampoco la tiene: obedece al juego de maya: las ideas, las emociones, las cosas, surgen y pasan, carecen de realidad inherente; y, si esto es así, tan sólo cabe contemplar la luna que riela sobre las aguas. Da la impresión de que Ángel Almela ha recogido el guante de algún modo. Aunque al final de su itinerario refiere, como si se hiciera eco de cierto panteísmo: “...cuando el sol haya pasado por tu puerta/volverás a ser monte, río, pompa, voz”, sin embargo previamente ya ha enunciado con claridad: “Me llamo Ángel y/despierto”.
Ángel Almela es un occidental, un hombre de acción, y si contempla los juegos de la mente, los laberintos de indefinición y noche, es para luego volver al mundo, no para evadirse de él. Por eso, ante el dilema planteado, da la respuesta del hombre occidental: el mundo tan sólo adquiere ensidad cuando está traspasado por el amor; ésta es la única realidad profunda, y en su vivencia (no ya conocimiento) radica la verdadera sabiduría. “...Como la hierba, florezco en tu boca”, expresa el último verso del poemario, y esa boca que pronuncia al poeta y lo hace florecer no es otra que la de la esposa. Estamos, por consiguiente, ante un poemario esperanzado, porque a través de sus páginas de noche desvelada, de sueño, duermevela y vigilia atenta, de reflexión, finalmente emerge a la luz el poeta, desde esas sombras de emoción que perfila y da nombre, el misterio de esa rosa, la rosa. Finalmente el poeta se ha convertido, él también, en verbo pronunciado de amor, porque al pronunciar él los nombres y darles existencia desde las sombras de la noche hasta la emergencia de la luz, el también puede ser pronunciado a modo de redención, el poeta puede también emerger con un nombre claro: Ángel Almela.
Ocurre de esta forma un viaje especular donde el poeta encuentra los reflejos de sí mismo que dan sentido a su existencia y la permiten. En primer lugar, la esposa, Ana, cercana ahí, durmiendo junto a él, en la cama, mientras el poeta desvelado se mece en la noche “y en la memoria misma de la vida”, cuando busca como Pascal las razones del corazón que la razón no sabe. Pero junto a la esposa, eje, núcleo donde se condensa el amor (“Sólo la hoguera de tu mirada lucirá/tras el sutil hilo de estos versos”), también transitan los amigos y los compañeros de viaje, los maestros a los que siente cerca y por los que expresa gratitud. A los amigos, el poeta los homenajea y los celebra en “A veces”, y tiene a bien nombrarlos, identificándolos uno a uno en la dedicatoria: Manolo, Isabel, Pascuala, Antonio, Juan, Bartolo, Daniel, Rosa, Pascual, Aurora. Especial mención tiene Aurelio Guirao, el maestro y el amigo ya ido, en “Ensueño 2: Una noche de radio” (“Across the universe, leías/una noche de perlas y terciopelo”). Los compañeros de viaje aparecen en las citas que anuncian diversos poemas: Antonio Machado, Luis García Montero, José Hierro, José Ángel Valente y ese Miguel Hernández último, pura emoción desatada, con el rotundo canto a la esposa que a modo de pórtico inicia el poemario. Todos, todos ellos, se han hecho texto, pero allende el texto se han hecho conciencia. Y es que en “Al otro lado, yo” hay un tránsito desde el “yo” restituido al “tú” en el que se funda ese “yo”, para pasar luego al “nosotros” desde el “tú” reconocido. Aun así el poeta reclama más espacios de empatía para dar vida a esa niña en el Camino de Ifrane, vestida con un abrigo rojo y una sonrisa inocente en la boca por la que ya no será una desconocida. O también reconocerá al extraño, que dejará de ser extraño al tomar significado y convertirse en carne de los sentimientos del poeta, con un sólo toque tangencial, como ocurre en el poema “Los hay que”. El otro es así el mejor espejo en donde encontrar el propio reflejo, la esperanza de que no todo es naufragio ni inconsistencia, y el hilo de Ariadna que suministra para salir del laberinto y los enigmas de la noche es la concienciación del amor y su vivencia lúcida. Es ese amor que salva y produce conocimiento, un conocimiento profundo, adentrado, sólido. El amor que procura la interpelación a Dios, y la emergencia emotiva de la esposa, los amigos, incluso la resonancia empática de un contacto fugaz (“Más tú, que soy yo, una parte de ti,/ sigues aquí junto a mi árbol”, canta el poeta a la esposa en “Mañana”). Ángel Almela nos ha mostrado sus claves: es un poeta del tiempo, pero también es un poeta del amor.
Apuntaré una última idea. En “Al otro lado, yo”, da la impresión que Ángel Almela, en su lúcido desvelo, realiza un viaje iniciático, aquél del héroe que se enfrenta consigo mismo y, tras la prueba que supone el paso por el umbral disolutorio de sombras y máscaras, se reifica de nuevo al encontrar su identidad perdida. En este viaje hay, pues, una ida y un retorno; del mundo como un en sí opaco se transita a la transparencia de la conciencia, pero se propicia luego el retorno de esa conciencia al mundo, ahora plenitud encontrada. Un viejo monje zen expresó algo parecido cuando dijo que siendo joven, antes de recibir la enseñanza, las montañas le parecían montañas y los ríos le parecían ríos. Luego, al tener la suerte de encontrar grandes maestros, llevado por su sabiduría, las montañas dejaron de ser montañas y los ríos dejaron de ser ríos. Sin embargo, próximo a la iluminación suprema, el viejo monje constató estupefacto que las montañas volvieron a ser montañas y los ríos a ser ríos. Lo que había cambiado fueron sus ojos.
Jesús Cánovas