Texto: Enrique Vila-Matas. Babelia. 17.04.2010.
En busca de una vida más intensa, Des Esseintes decide abandonar su Faubourg Saint-Germain (es decir, el mundo) y recluirse en las afueras de la ciudad, en una mansión de Fontenay-aux-Roses, que decora de acuerdo con sus gustos excéntricos y que convierte en un sitio en el que se dedica a explorar toda clase de manifestaciones artísticas (muy especialmente libros, cuadros y perfumes), hasta que algo no previsto clausura su paraíso artificial.
Leí el libro de Huysmans hace años sin que me dejara huella alguna. Creo que no lo entendí porque me fijé sólo en su lado diabólico y en su vistosa afición al reverso, en su voluntad de ir a contrapelo. Su relectura, en cambio, me está dejando huella, incluso dejando extrañamente muy animado, como si hubiera conocido de golpe la dimensión depravada de ciertas fiestas privadas. La tercera persona a la que recurre Huysmans para narrar el profundo rechazo y el tedio del egoísta Des Esseintes no es en realidad más que una máscara que encubre al propio autor. Como escribiera en su momento Beatriz Trabarais:
“Des Esseintes era simplemente el Mister Hyde del futuro trapense Huysmans, del que sólo podía librarse para salvarse como escritor, y quizá como hombre, expulsándolo fuera de sí mediante la escritura y reconociendo de este modo la presencia fantasmal de su doble”.
Resulta curioso observar que ese Mister Hyde de Huysmans fue creado en 1884, sólo un año antes de que R. L. Stevenson escribiera su libro sobre el Doctor Jekyll. Ese doble de Huysmans está también emparentado con el conde de Maistre que, un siglo antes, se encierra en Turín en el invierno de 1794 para perpetrar Viaje alrededor de mi cuarto. El de De Maistre es sin duda más optimista que el libro de Huysmans, pues el primero aún aprecia lo que hay en su cuarto de estar, es decir, aún valora la vida en la vida, aunque sea la vida en una habitación, mientras que el decadente Huysmans odia al mundo y lo odia todo, salvo el arte y aquello que pueda resultarle sublimemente artificial.
A lo largo del siglo pasado, aparecieron algunos notables sucesores de lo que podríamos llamar “el extraño caso del conde de Maistre y monsieur Huysmans”. Pienso, entre otros muchos, en el narrador de La habitación cerrada, de Paul Auster, un hombre que en un momento determinado del libro es abandonado por las manos invisibles que construían la trama de su vida y se queda a merced de la intemperie y de una sensación de aislamiento inesperadamente angustiosa:
“Eso era todo: Fanshawe solo en esa habitación, condenado a una soledad mítica, quizá viviendo, quizá respirando, soñando Dios sabe qué. Esa habitación, lo descubrí entonces, estaba situada dentro de mi cráneo”.
Soñando Dios sabe qué, Des Esseintes cultiva en su casa plantas que parecen metálicas y tiene como animal doméstico una tortuga a la que le ha pintado de oro el caparazón. Todo en su craneal mansión recuerda a un acuario. Cree mucho en ella, en la imaginación. Imagina, por ejemplo, que París no le da la espalda a la mar salada y entonces “la ilusión de estar en la playa deseada es innegable, absoluta y cierta”.
A veces hasta resultan ridículos los que creen que es tan poderosa su imaginación, porque en realidad nada es tan raro ni difícil como parece y casi todo acaba siendo posible. ¿O acaso no quedaría Huysmans perplejo al ver que hoy en día, en verano, los muelles del Sena están llenos de bañistas que vegetan en sus playas simuladas?
Fuera de su acuario casero, la única gran aventura emprendida por Des Esseintes en Al revés es su viaje inmóvil a Inglaterra en el capítulo 11, viaje que es heredero directo de la odisea estancada del cuarto de Turín de De Maistre. A causa del horrible temporal en París, Des Esseintes dispone todo para dejar su casa de Fontenay-aux-Roses por un tiempo y cruzar el canal de la Mancha, donde prevé, a su llegada, encontrar una hilera de muelles comerciales que se pierden en la distancia, muelles llenos de grúas, cabrestantes y fardos de mercancías, en los que pulularán enjambres de hombres, trepados unos a los mástiles o sentados a horcajadas sobre las vergas. El tumulto de un gran puerto. Londres. El tiempo en París es realmente horrible y se le antoja “un anticipo del clima inglés adelantado en París”, y es curioso porque, según se mire, su propio libro iba a ser literalmente “un anticipo del clima inglés”, es decir, un adelanto del clima británico de trastornos de la personalidad que, un año después, proporcionaría Stevenson a sus lectores cuando con su Mister Hyde vino, sin saberlo, a ampliar la historia de Des Esseintes y el mundo de las presencias fantasmales de dobles que luego recorrerían glacialmente el mundo del siglo veinte.
Gracias al oporto y a la imaginación, se impregna de un clima tan inglés que le resulta muy aburrida la sola idea de tener a continuación que viajar de verdad, viajar a un lugar donde encontrará muchas menos cosas de las que acaba de imaginar en la taberna desierta. Y emprende el regreso a su casa. Ya ha visto Londres. Des Esseintes reflexiona: “Después de todo, ¿por qué ponerse en marcha, cuando uno puede viajar tan ricamente sentado en una silla?”.
Si partiera hacia Londres tendría que correr sin cesar hasta el andén, atosigar a los mozos de cuerda… “Me he saturado de vida inglesa”, piensa Des Esseintes. Y vuelve a su depravado interior de Fontenay-aux-Roses.
“Ya es hora de volver a casa”, leemos al término de ese undécimo capítulo. Y es admirable y hasta llamativo ver cómo a finales del XIX todavía era posible regresar al hogar. Después, el mundo se ha enredado mucho. “El gran drama moderno es que ya no podemos volver a casa”, le dijo Nicholas Ray a Wim Wenders. Y su sentencia cada día nos parece menos enigmática. El mundo se ha enrarecido tanto que ya nadie conoce el camino de vuelta a la vida. -
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En Algún Día │Enrique Vila-Matas.