Nos lo tomábamos un poco a broma. Por su barba, quizá, por su voz extraña,por sus chascarrillos. En realidad, no habíamos entendido nada. Pero los que estuvimos anoche en La Riviera lo comprendimos todo y de golpe. Es lo que ocurre con las cosas importantes, que o se entienden así o no se entienden nunca.
Hablábamos en la previa del aroma de noche especial que rondaba la cita, de la sensación de asistir a uno de esos conciertos clave, de puerta grande o enfermería. Y es que aquello tenía algo de cruce de caminos, de esperar, a la orilla del río, bajo una enorme palmera, a un tipo que lleva un año recorriendo el polvo ibérico con sus camperas. Pues bien, los allí reunidos asistimos a la prueba definitiva de que tras dos discos y cuatro EPs, el cántabro ya tiene en su repertorio un buen puñado de tesoros, y de que a lo genuino de sus letras, a lo potente de su banda, a lo singular de su mirada, el camino recorrido le ha otorgado calado y elegancia.
Ángel Stanich ofreció un concierto emocionante y serio, sin concesiones. Algo que ya avisó desde el inicio, abriendo la veda con esa maravilla delicada que es “Golpe en la pequeña china“, de su recién salido Máquina. A partir de ahí, la artillería: desde hacernos cantar a voz en grito con la mccarthiana “Mezcalito” a llevarnos de vuelta a los Campos de Criptanacon esa balada dolorosa y galopante llamada “Casa Dios”; desde himnos como “Carbura”, “Escupe Fuego”, “Un día épico”, “Metralleta Joe” a la nocturna tristeza del “El outsider”, para acabar con la suicida “Mátame camión“.
Y entre tanto, una versión de Mecano (“El 7 de septiembre”) y varios invitados de peso (Iván Ferreiro, Abraham Boba, Juan Izquierdo), que sirvieron para engalanar la noche, para decirnos a todos que este no era un concierto más.Pero no hacía falta. Nos bastábamos nosotros mismos para darnos cuenta de lo que estaba ocurriendo: el asalto a los grandes foros de un músico importante.
Y es que, al final, los que acabamos en la enfermería, como siempre ácida, fuimos nosotros, caminando por el Puente de Segovia en silencio, tras haberlo cantado todo; con esa mezcla de emoción y de cansancio que se te queda en el cuerpo cuando las canciones se te meten dentro y en el aire flota una sensación inexpresable y compartida.
La del 22 de noviembre en Madrid fue una de esas noches que no acaban hasta que alguien dice: “Casi no puedo ni andar, seguiremos mañana: acamparán nuestros sueños hasta que asome el sol”.
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