Sube de la playa un aire flemático y faltón que silba como un ofidio. El sol y el viento chapotean en el agua como la natación de mentiras que van y vienen lo hace en suelo peninsular. Puestos a vivir de nuevo este período electoral a deshora, elijo hacerlo en medio de una primavera postiza, a la antigua usanza. Las últimas encuestas (porque son las últimas) colocan a los cuatro aspirantes a la presidencia coloreando la misma porción de la rosquilla. Algunos políticos están jugando sus cartas contra pronóstico, rifándose la pole position de la próxima legislatura con la impaciencia del que no llega por un pelo de la coleta. Mientras uno solo va de que la cosa no va con él.
Mariano sigue siendo un profesional del escapismo. Uno de esos políticos reversibles que mira de reojo a La Moncloa mientras, en plena faena de campaña electoral, lo más que hace es sentarse a charlar con Bertín en el sofá de su casa tan a gustito que casi se queda a gobernar allí. Mariano es completamente inmune a la sangría de votos que sufre el PP según las últimas encuestas, quizá porque sabe bien que "un vaso es un vaso y un plato es un plato" y una filosofía tal lo colma a uno de empaque presidencial en un país como éste. Y porque, a pesar del plasma, de los sobres de Bárcenas, de la virgen del Rocío, de la arrogancia de Wert, de la sanidad castrada de Ana Mato, del rescate bancario, de la misa de doce de Fernández Díaz, de no llegar a final de medio mes, de las concertinas contra los inmigrantes, de seguir siendo "mucho españoles" a la fuerza y otras tantas lindezas (una menos en Canarias), Mariano Rajoy continúa ganando en el rosco.
El misterio de Mariano es caso digno de estudio incluso en suelo español, ya que es el único aspirante a cualquier cosa capaz de ganar por incomparecencia. O, tal vez, por haber dado con la fórmula de comparecer allí donde se cuecen los votos: cocinando mejillones al vapor en la Uno, comentando un partido de la Champions en la Cope al tiempo que enseñaba a su hijo a pescozones a no decir la verdad o pasando la tarde del sábado con María Teresa Campos en Qué tiempo tan feliz, programa cuyo nombre, por otra parte, le venía de perlas como resumen a su legislatura. Si retrasa las elecciones un par de semanas más, hubiera podido aparecer junto a Soraya vestido de burbuja Freixenet felicitándonos el nuevo año. Pero la tentación de convocar elecciones como el que convoca la Navidad fue demasiado firme para resistirse.
El domingo se vota. Una mira el paisaje de este país venido a menos y advierte lo mucho que queda por hacer para modificar este tinglado impuesto. Resulta insultante que la campaña electoral se haya convertido además en un reality de tres al cuarto (suerte a los concursantes) como si la conciencia plebiscitaria fuera una fiesta más en estas fechas. El domingo se vota y está claro que una papeleta hoy es poco menos que una forma de sufragar el sueldo a los candidatos. Aún no ha terminado la campaña y, si el lector hace análisis de todo lo visto y oído, sólo queda claro el tamaño del aburrimiento y la burla. Ya sólo nos falta el vis a vis entre PP y PSOE, que será otro apocalipsis verbal tocando palmas a falta de densidad de ideas. Tirarán de artillería porque hay demasiada mierda que tapar como para andarse con delicadezas. Y, si apoyamos el oído en la baldosa sentiremos el organillo gastado de esa vieja política con perfume a polilla amaestrada.
Pero el domingo se vota. El domingo se vota y, después, ¡al turrón!
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