Preguntado en 1999, el maestro Kapuściński dijo de Argelia que era un lugar complejo, como una casba: callejones estrechísimos, calles angostas, una maraña de escalones. Un laberinto en el que es fácil entrar y del que es difícil salir.
La casba, como se verá, no solo es el símbolo de la identidad magrebí previa a la colonización, sino también, consecuentemente, un icono contestatario, y con su particular disposición urbana, un refugio seguro en los años de insurgencia y rebelión. Es pues también un lugar del que es difícil hacer salir a alguien.
Por aquel entonces Argelia estaba saliendo de una cruenta guerra civil que había durado casi una década y había dejado entre 100.000 y 200.000 muertos (según las fuentes) y que todavía daría algunos coletazos hasta el año 2002. El recién elegido presidente Bouteflika pondría en marcha un proceso de concordia civil enmarcado en un ambiente de hartazgo social frente a la violencia, que después de tantas víctimas no parecía haber dado ningún resultado.
Sin embargo, después de 17 años de gobierno de Bouteflika –hoy un anciano enfermo- los viejos fantasmas que avivaron la rebelión argelina esperan en la casba para volver a hacerse oír, quizá, en el incierto escenario que se abrirá con el fallecimiento del presidente, que se ve cercano.
Argelia, una finca francesa
Francia había ocupado y colonizado Argelia en 1830 y lo había hecho de una manera muy particular, que después tendría costosas consecuencias para todos: a diferencia de otros territorios magrebíes, como Marruecos y Túnez, donde los franceses habían conservado las instituciones locales a través de un protectorado, con Argelia se pretendió que fuera una provincia más de la Francia metropolitana al otro lado del Mediterráneo.
El gobierno, pues, y más si cabe en un país de gestión tan centralizada como Francia, pasaba siempre por París, y la dominación económica y social era total. Los franceses habían llegado a Argelia con el propósito de hacer de ella una enorme finca a donde llevar el excedente demográfico de la metrópoli, y de la que obtener abundantes recursos agrícolas destinados a la exportación. La propiedad del terreno cambió de manos, los cultivos de subsistencia se apartaron en beneficio de otros más rentables como la vid, y la agricultura tradicional argelina desapareció.
Hija del modelo sociopolítico de colonización practicado en Argelia, la brecha social no hacía más que agrandarse, y así, mientras el mundo contemplaba a la orquesta de las independencias postcoloniales a la que cada vez se unían más países, Argelia, como provincia francesa, no figuraba en el programa. Los argelinos, ya tras la Primera Guerra Mundial, y sobre todo después del año 1945, habían empezado a pedir cambios, aunque los franceses, por supuesto, no variaron su postura.
La casba como refugio: la Batalla de Argel
Frustrados ante la imposibilidad de negociar con Francia, los argelinos optaron por la vía violenta, y durante ocho años (1954-1962) se libró una cruenta guerra que acabó con la independencia de Argelia y que llegó a poner en jaque la estabilidad de la misma Francia metropolitana.
Esta guerra, ejemplo clásico de conflicto asimétrico donde uno de los bandos está notablemente menos instruido y armado que el otro, se libró en las calles de Argel y otras ciudades del territorio, y como muestra magistralmente la película La Batalla de Argel, la casba sirvió desde el principio como refugio para los insurgentes, reunidos en el llamado Frente de Liberación Nacional (FLN).
Es aquí ya cuando el islam empieza a usarse como elemento destinado a unificar al pueblo arabo-argelino en torno a una identidad opuesta a la franco-argelina, es decir, laica, europea, y unida a la metrópoli. A partir de ahora, en la medida en que, durante la revolución, ser musulmán era ser argelino, ser argelino significará ser musulmán. Alá había entrado en la casba.
El esforzado caminar de una nueva Argelia
Desde los primeros años con el líder de la independencia Ahmed Ben Bella en adelante, la religión musulmana será usada por los sucesivos gobiernos de Argelia como aglutinador de la identidad nacional, en un peligroso equilibrio de fuerzas con el socialismo, inspirador último de la revolución.
Mientas intentaba poner en marcha un país destrozado por la guerra y todavía dominado en lo económico por la antigua metrópoli, Ben Bella sería víctima del verdadero poder en la sombra, el Ejército, que en 1965 inauguraría una etapa de dominio castrense iniciada con un golpe de estado contra el carismático presidente. Sin embargo, en su corto mandato había tenido tiempo de introducir potentes medidas arabizantes –destinadas a desplazar la lengua francesa– y de constituir a Argelia como un estado musulmán.
El general Boumedian, nuevo presidente, terminaría de definir un régimen en el que se confundían el partido único y de masas, el FLN, que conservaba en esos años el halo de simbolismo fundacional del Estado; la burocracia, mastodóntica y corrupta, sostén del régimen; y el Ejército, guardián de la revolución.
Gran productora de hidrocarburos y lastrada por su dañada agricultura heredera de la gestión francesa, bajo el vehemente liderazgo de Boumedian Argelia basó toda su economía en la exportación de petróleo y gas –todavía es uno de los grandes suministradores del sur de Europa- mientras emprendía una utópica industrialización acelerada basada en las teorías marxistas de los economistas de la revolución.
En el campo, las grandes fincas coloniales se convirtieron en autogestiones propiedad del Estado, pero esto no consiguió aliviar la gran necesidad de productos de alimentación básica que Argelia se veía obligada a importar a un alto coste, debido a que, como ya se ha dicho, la agricultura tradicional de subsistencia acabó con la gestión francesa; las políticas de socialización de tierras de Boumedian solamente pudieron confirmar su desaparición.
Una crisis social larvada
Durante los años setenta, el país consiguió salir bien parado gracias a las rentas que dejaba el alto precio de los hidrocarburos. Mientras se esperaba a que la altamente técnica y costosa industrialización de iniciativa pública repercutiera en la aparición de otras industrias y con ello en el bienestar del país, miles de personas abandonaban el campo para emigrar a las ciudades de la costa mediterránea, que pronto se convirtieron en urbes populosas de insalubres arrabales.
Sin agricultura ni apenas industria, el sueño del socialismo árabe solo se sostenía con la riqueza natural del petróleo y el gas, y dejaba tras de sí en Argelia una legión de desempleados hambrientos y frustrados. Al mismo tiempo el régimen ponía en marcha una exitosísima campaña de alfabetización y arabización de la educación, que progresivamente se llevó a todos los niveles. Sin embargo, la mayor parte de los licenciados universitarios engrosaban el paro nada más acabar la carrera.
Ante la falta de profesores y de imanes con que llenar las nuevas escuelas y mezquitas que el Estado estaba construyendo, Argelia trajo también multitud de académicos y teólogos extranjeros, entre ellos egipcios que aprovecharon la oportunidad para huir de un país que los perseguía por su afiliación a movimientos islamistas como los Hermanos Musulmanes. Así se introducirán en Argelia las ideas de Hassan al-Banna o el más radical Sayd Qutb, que propugnaban el gobierno del islam. Tenemos pues, ante nosotros, los dos escenarios donde se forjará el poder del islamismo en Argelia en los años venideros: la universidad y la mezquita.
La política del equilibrismo, el pueblo frente a Dios
El régimen castrense, liderado por el autoritario Boumedian, jugó siempre con varias barajas para mantener el dominio político sobre una población ante la cual le resultaba difícil justificarse. Calificados a sí mismos de defensores de la revolución socialista, los militares siguieron al mismo tiempo apoyándose en el islam como elemento legitimador y aplacador de las críticas, aunque siempre sin aplicar medidas verdaderamente islamistas: a la religión le correspondía cubrir el déficit social y de libertades democráticas del Estado.
Es este un extraño equilibrio, un inestable posicionamiento ecléctico que toma del islam su ideal de religión liberadora de la esclavitud del hombre –con su modelo de igualdad y justicia– y del socialismo su visión crítica con el capitalismo y favorable a la distribución de la riqueza. Sin embargo, las dos posiciones son en realidad irreconciliables, entre otras cosas porque el materialismo ateo de la izquierda es frontalmente contrario a la religiosidad del islam, y porque los religiosos siempre sospecharon de injerencia extranjera a través de la influencia marxista.
Consecuentemente este malabarismo se convirtió pronto en un ejercicio peligroso cuando el régimen se vio atacado por los conservadores por sus inclinaciones socialistas, y por la izquierda por la lentitud de las reformas y la falta de libertades democráticas. En aquellos años parecía que el socialismo era la gran amenaza para el statu quo, así que Boumedian no dudó en apoyarse en los ulemas para balancear la pugna, algo que ellos aceptaron con gusto, viendo en el régimen un dique ante la izquierda.
Desplome del ideal socialista
A finales del año 1978 murió el general Boumedian y su sucesor, Benjedid, pronto empezó a introducir medidas para liberalizar la economía, consciente de que el milagro económico que el alto precio del petróleo de los años 70 había ofrecido a Argelia no sería eterno.
La tendencia poblacional había seguido su curso imparable, y una demografía galopante, unida al masivo éxodo rural, agolpaban multitudes en las ciudades de la ribera mediterránea. La juventud, que no había llegado a vivir la independencia, estaba cada vez más desenganchada del FLN, partido que veían más como el partido del régimen que como el de la heroica revolución; el socialismo era, para ellos, la escenificación del fracaso y la crisis.
Paralelamente y de manera soterrada habían aparecido miles de mezquitas libres –es decir, no controladas ni financiadas por el Estado– que se llenaron de estos jóvenes desarraigados; las universidades, llenas debido a la exitosa política educativa, sirvieron de plataforma de actuación para el islamismo y fueron escaparate de las largas barbas que identifican a sus simpatizantes.
El gobierno, que, distraído, no había advertido la amenaza que no venía ya de la izquierda sino de las mezquitas, reaccionó tarde y mal: reprimió a la oposición laica y procuró aplacar al islamismo haciéndole cada vez más importantes concesiones, y citaremos un ejemplo paradigmático: el Código de Familia aprobado en junio de 1984 institucionalizará el patriarcado tradicional islámico instituyendo la subordinación de las mujeres en Argelia a través de medidas como dificultar su acceso al trabajo. Los guardianes de la revolución, víctimas de su ambigüedad, claudicaban de esta manera ante el cada vez más influyente bando islamista y eran incapaces de imaginar el estallido social que semejantes condicionantes sociopolíticos nos permitirían anticipar ahora.
La revancha de Alá
Durante décadas el islam había estado incubándose en los barrios pobres de las ciudades de Argelia, en los arrabales, en la casba de Argel. El régimen había alimentado e instrumentalizado un movimiento que en su momento le sirvió para desactivar a la oposición, pero que a la larga, inconscientemente, acabaría por constituir una oposición mucho más poderosa y masiva, espoleada por el éxito de la Revolución Iraní del 79, que sentaba precedente y servía de inspiración para el resto de movimientos islamistas allá donde estuvieran presentes.
Las citadas condiciones socioeconómicas y demográficas pintaban un escenario peligroso para el régimen: miles de jóvenes desempleados, frustrados con la corrupta y autoritaria estructura partido-Ejército-burocracia, y políticamente involucrados en un movimiento cada día más crítico con el sistema, esperaban su oportunidad para hacerse oír. Y esa oportunidad llegó.
El día 4 de octubre de 1988 una manifestación estudiantil se desbordó con jóvenes de las clases más marginales de Argel, protestando por el paro y la crisis económica, y a la que pronto se sumaron los islamistas. Empezaba así la primavera argelina, anticipándose más de 20 años a las que el mundo árabe viviría en el siglo XXI. La crisis fue tal que el gobierno se vio obligado a introducir rápidamente reformas democráticas que permitirían entre otras cosas la legalización de otros partidos políticos y el desplazamiento de las Fuerzas Armadas de la política. Además, la nueva Constitución del 89 abandonaba el socialismo, escenificado en el sustitución de la fórmula previa al texto legal de “En el nombre del pueblo…” por la Basmala, sentencia que reza así “En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso…” para dar comienzo a las suras del Corán y que es frecuentemente usada en declaraciones políticas del islamismo.
Las reformas se notarán enseguida en la legalización de decenas de partidos políticos, entre los que aparecerá uno todavía irrelevante, pero que vendrá a unificar todo el movimiento islamista bajo sus siglas, el Frente Islámico de Salvación (FIS), nombre cargado de significado dadas las circunstancias. Era este, con todo, un ejercicio de gatopardismo –cambiarlo todo para mantenerlo igual-, ya que la cúpula castrense, a estas alturas muy descontenta con Benjedid, nunca se planteó seriamente dejar el poder.
Sin embargo, para alarma del gobierno, las elecciones regionales y municipales del año 90 se saldaron con una aplastante victoria del FIS, que empezará muy pronto a implementar medidas islamistas en las parcelas de poder que ha tomado y saldrá a la calle reivindicando la legitimidad del movimiento para gobernar el país. Los garantes de la revolución tuvieron que hacer honor a su sobrenombre y se declaró el estado de sitio, dejando claro que la partida era cada vez más entre el islamismo y el Ejército… El breve experimento democrático argelino empezaba a desmoronarse.
Con semejante inestabilidad las elecciones legislativas previstas para junio del 91 debieron aplazarse a diciembre, entre disturbios y enfrentamientos callejeros. La catástrofe para el régimen se consumó, a pesar de ello, en estas elecciones, que el FIS volvió a ganar de manera clara. Cundía la desconfianza en los dos bandos, y a falta de una segunda vuelta que confirmara su mayoría absoluta, el Ejército se decidió a actuar. Queriendo salvar la democracia, acabó con ella: forzó la dimisión de Benjedid, y estableció un gobierno militar. Empezaba la guerra.
Guerra civil
El FIS, ilegalizado y con sus líderes encarcelados, frustrado ante la imposibilidad de llegar al poder por la vía democrática, se radicalizó, y su brazo armado, el Ejército Islámico de Salvación (AIS por sus siglas en francés) encabezó el bando islamista en contra del Ejército durante una guerra intestina que se libró en cada calle y en cada pueblo desde 1992 hasta al menos 1999.
El islamismo moderado combatió contra la junta militar encabezada por el nuevo presidente, el general Zeroual, pero también contra otro movimiento islamista mucho más radicalizado que creció con la violencia de la guerra: el Grupo Islámico Armado (GIA), heredero de los combatientes islamistas de la Guerra de Afganistán contra la URSS –de donde también nacería Al Qaeda– y que no aceptaba la moderación del FIS.
A pesar de que la oposición moderada –conformada por todo tipo de movimientos desde marxistas a islamistas pasando por socialdemócratas, muchos de ellos en el exilio– se unió en pedir al gobierno aperturismo democrático y el reconocimiento del FIS como interlocutor legitimado por las urnas, el régimen nunca llegó a escucharla del todo, e incluso se habló de una colaboración de los militares con el GIA para deslegitimar al islamismo moderado.
En medio de la violencia civil más cruda y después de haber usado citas electorales de dudosa validez democrática para legitimar el régimen, el general Zeroual anunció su renuncia y la convocatoria de elecciones en abril de 1998. Para entonces el AIS estaba dejando las armas para aislar al GIA en su lucha que cada día era más terrorífica e irracional, pero la oposición moderada seguía sin confiar en las intenciones del régimen.
La calma impuesta solo anticipa más tormenta
En las elecciones del 1998 el candidato oficialista, Bouteflika, ganó de manera aplastante unas elecciones a las que se presentó sin rivales, después de que la oposición llamara al boicot. El nuevo presidente intentaría en los años siguientes levantar al país tras el conflicto y traer la concordia con la citada ley de amnistía, al mismo tiempo que se ocupaba de tapar las vergüenzas que los generales habían cometido en los años de la guerra.
De reconocidos y esperanzadores inicios, Bouteflika se mostró pronto como lo que era, el candidato del régimen, y en las sucesivas citas electorales que ha habido estos años ha seguido ganando entre rumores de fraude y llamadas a la abstención por parte de la oposición. Incluso cuando alguna de estas citas se ha llevado a cabo de manera democrática, la poca presencia mediática de la oposición y la apatía de los votantes –que se abstienen normalmente por encima de un 50%- ha garantizado que Bouteflika gobierne desde aquel ya lejano 1998 hasta hoy, en que, convertido en un enfermizo anciano, es objeto de crecientes críticas.
Y es para la Argelia de hoy, que temerosa del terror de la todavía reciente guerra, ha campeado con cierta calma el temporal de las revueltas árabes, las condiciones socioeconómicas previas a una crisis están presentes de manera similar a los años 50, y también a los años previos a la guerra civil. La pregunta ahora es, y a sabiendas que un disminuido movimiento islamista es todavía el primer partido de la oposición, ¿qué pasará cuando la decrépita autoridad caiga y muera el presidente Bouteflika?
Argelia, siempre compleja, sigue buscándose a sí misma entre los intricados callejones de una casba que desde hace décadas está ocupada por los temerosos de Alá, el movimiento islamista que espera una nueva oportunidad para volver a hacerse oír.