Ya está en las ondas y en la calle en número 2 (que es el tres) de Neville, el magazin-programa del CICA. Bajo el título Sucio, negro y español se propone un repaso antológico de lo criminal en el cine español. De las mascaradas solanescas de Domingo de carnaval al lumpen sórdido-mítico de Perros callejeros, del hard-boiled patrio de El Crack a la brutalidad francófila de Fanny Pelopaja, pasando por la escuela barcelonessa made in Iquino, el estilo internacional de Isasi en Las Vegas 500 millones o las propuestas autorales tipo Los peces rojos o Los ojos dejan huella, de Nieves Conde y Sáenz de Heredia respectivamente. Si olvidar la picaresca tierna de Atraco a las tres o Los dinamiteros, el esperpento grotesca de El extraño viaje o el nombre propio, indispensable, de Enrique Urbizo. Todo esto y más con las firmas de Jesús Palacios, Pablo Guerrero, Rubén Paniceres, Jorge Alonso, el gran Santiago Aguilar y un servidor. Siempre bajo la dirección con látigo de terciopelo de Víctor Guillot.
Neville Nº 2 Mayo 2012. Negro, sucio y español: Neville-n%C2%BA-2-Mayo-2012-Negro-sucio-y-espanol
Aprovechado recojo aquí el artículo del mes pasado, dedicado al polar en general y, en mi caso, centrado en la aportación inidspensable de Alain Corneau.
Neville Nº 1 Abril 2012. Primavera Polar: Neville-N%C2%BA-1-Abril-2012-Primavera-Polar
*Alain Corneau regresó al polar en 2010 para despedirse. Crime d’amour terminaría por ser su última película. Hay algo en este thriller de oficina, de aspecto ligero e ingenioso, una similitud, mezcla de ímpetu juvenil y sabiduría de vuelta de todo, que lo asimila con trabajos como el Antes de que el diablo sepa que has muerto de Sidney Lumet o la Arcadia de Costa Gavras. Ácidos retratos de la lógica depredadora del sistema desde los márgenes del noir. Este adiós cuenta con la particularidad de amoldar a unos personajes femeninos el universo viril del Corneau en clave polar. En realidad, todo el film es una coherente variación sobre las constantes de apariencia, justicia, formas de la traición e ironía fatalista que vehiculan su mejor obra, y entre ella puede incluirse la que es sin duda la más popular, esa lacónica pieza de época titulada Todas las mañanas del mundo (1991).
Apoyado en la presencia de Yves Montand, un rostro-estilo, el cineasta se erige como uno de los grandes renovadores del polar a mediados de la década de los 70. Siempre desde una óptica personal, capaz de recoger una herencia sin resultar servil ni mimético. Igualmente se diferencia tanto de contemporáneos empeñados en la misma labor evolutiva, Philippe Labro, Yves Boisset o Claude Miller, como de veteranos del oficio tipo Jacques Deray, George Lautner o incluso un Henri Verneuil que en esa época entrega uno de sus mejores trabajos, también con Montand; la estilizada I…como Ícaro (1979), que especula sobre un trasunto del asesinato de Kennedy desde
Corneau rueda ininterrumpidamente, entre 1975 y 1981, cuatro espléndidos títulos criminales que bien pueden verse como un ciclo atravesado de un fatalismo implacable. Como su misma economía expresiva. Tres las rueda con Yves Montand, la otra es Serie Negra (1979).
Esta pieza nace de una colisión de talentos para lo bizarre y la exploración de zonas oscuras (de la psique, de la sociedad, del lenguaje, vitales, sociales, existenciales, sexuales, etc…) tan insólita como la del escritor norteamericano Jim Thompson, ese “Dostoievski de las novelas de dos centavos” según propia definición que aporta la base de su novela Un infierno de mujer, el francés Georges Perèc guionizando y el inaprensible actor Patrick Dewaere conduciendo el fondo y la forma del film, adherido este a su proteica personalidad. El resultado es una grotesca broma negra que en la superficie puede parecer un canónico noir de hombre llevado a la perdición por un enamoramiento. Otra vez la ironía fatal.
Dos años después La amenaza (1977), cruce entre intriga alambicada y melodrama criminal, aplica una primera variación a este esquema repetido de la culpabilidad. Esta vez el protagonista, con el fin de exonerar a su amante inocente arregla pruebas contra si mismo para autoinculparse de un asesinato, el de su enloquecida ex-mujer, que en realidad ninguno de los dos cometió. Negro y cáustico, absorbente y minucioso, el resultado es un film rico en todo tipo de elementos, que van desde los puramente mecánicos, el espléndido funcionamiento de la trama, a los metatextuales, el protagonista se construye una historia novelesca noir a medida, o los más irónicos.
Todo el film se vertebra a través del enfrentamiento/reconocimiento entre dos generaciones distintas de delincuentes y de tipologías (cinematográficas, viriles, interpretativas, vitales…) que simbolizan la colisión entre dos modos de afrontar el género: la estilización melvilliana y el polar clásico contra las nuevas formas sociales y crudas del policiaco dentro de una narrativa minuciosa y compleja. Encarnadas estas características teóricas por los físicos y las maneras de Yves Montand y su hieratismo parsimonioso como representante de la vieja escuela y por Gerard Depardieu como el nuevo crimen callejero y anárquico, adoptando el estilo crispado y la caracterización que usaba en los títulos para Bertrand Blier desde la exitosa Los rompepelotas (1974) junto a Patrick Dewaere. Casi la nobleza del hampa contra el lumpenproletariat en una dialéctica de las armas trágicamente azarosa. Una cumbre a descubrir, la vez áspera y lírica, sentimental y violenta, síntesis perfecta del polar según Alain Corneau.*