Y es que, al existir ilícito penal, hay que sancionar condena. La fiscal lo tiene claro, aunque para ello recurra a argumentos morales en vez de jurídicos. Quiere castigar lo que considera ofensas a la fe y creencias, interpretando en nombre de éstas la conducta supuestamente ofensiva de la condenada durante la protesta realizada en el recinto de una iglesia, católica, por supuesto. Su negativa al recurso contra la condena se mantiene a pesar de que algo tan subjetivo como supuestas ofensas a los sentimientos religiosos colisiona con los derechos constitucionales de libertad de expresión y manifestación, que están especialmente protegidos puesto que sobre ellos descansa la libertad de participación y de opinión de los ciudadanos. Aunque ni Dios ni el obispo de la diócesis exigen la condena, la fiscal prefiere el escarmiento porque considera esa manifestación pacífica contra una capilla como “alardes de ser putas, libres, bolleras o lo que quieran ser”, y para las mentes puritanas, con o sin toga, ello es sumamente ofensivo.
Pero es que, en segundo lugar, la protesta no iba dirigida contra ninguna persona, ninguna fe y ningún sentimiento religioso, sino contra unas instalaciones dedicadas a celebrar rituales basados en creencias que de ningún modo corresponden a un ámbito universitario donde se profesa culto a la razón, utiliza el método científico en las investigaciones y la libertad es la máxima que impregna toda actividad para no verse coartada por supuestas verdades absolutas, sean reveladas o no. La protesta respetaba la libertad religiosa de los creyentes, pero pretendía evidenciar –de manera provocativa, tal vez- la incongruencia de que esa libertad de credo, que pertenece al ámbito individual de la persona, no respeta la libertad “racional” que ha de prevalecer en el templo de la razón y la sabiduría, como es la universidad. El conocimiento no puede estar ni orientado ni tutelado por la religión, sino por el raciocinio y la ciencia.