Alberto Laiseca
La princesa Wu
Grande es el premio, empero:
su propia mano.
Por la posibilidad de su sonrisa festiva,
mueren uno tras otro.
Cantó un joven poeta;
fuerte y vigoroso, pese a su juvenil carencia.
La princesa Wu chasqueó los labios
como una muerte china.
“Castigad la desfachatez de cantar mal.”
Como un juego, con alegría,
entregó al joven a sus verdugos,
para que lo transformaran en un niño sangriento.
También cantó un adulto guerrero;
con tal ingenio, que movió sus batallas hasta la poesía.
“Tu canción me gustó bastante más.
No lo suficiente, empero.
Tendré para contigo la piedad de la naturaleza.
¿Cuándo has oído que el lobo hambriento sea perverso?
Dadle una muerte rápida.”
Pero él, desprendiéndose de sus guardias,
se arrojó a un abismo,
deslizando su cuerpo sobre el arpa de las rocas.
Ella movió la cabeza en raro gesto.
“Cayendo hizo música, pero ni aun así me convence.
Preparadle un sacrificio crematorio.
Pero no a su cuerpo,
que ahora está siendo destruido
por los pequeños lavadores de seda.
Quemad una imagen de papel,
previo escribir en ella su nombre.
Así tendrá doble muerte,
como el final abrupto de un segundo sueño.
Ponedlo dentro de una armadura completa y sepultadlo.
En esta forma se mezclará con el hierro,
y poco a poco adquirirá la fortaleza
que le faltó en el último instante.”
Por fin vino un sabio arpista.
El músico atrevióse a mirar a la joven princesa Wu.
Ella estaba inmóvil y sin embargo,
pintaba huesos con laca.
El artista sonrió.
Ella dijo:
“Un joven de veinte años es muy tonto.
En su conversación siempre está la disonancia
o el ruido inesperado.
Un hombre de treinta es más tonto aún.
Pretende superarme pero no tiene edad suficiente.
Me parece haberte visto antes.
De cualquier manera,
un anciano de cuarenta es demasiado viejo.
¿Cómo podría conmover mi corazón?
Deberás cantar tres veces mejor
que el centro de los otros.
Pronuncia entonces la frase
que me obligue a la reverencia”.
“Ellos murieron por no comprender a tiempo,
princesa Wu,
que tú, bajo tus ropas,
estás desnuda.”