Aldeias do xisto

Por Zogoibi @pabloacalvino
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Tras de una curva en horquilla, que salva una loma, aparece de repente ante mis ojos Candal. Estas sorpresas del paisaje siempre me las encuentro, como es natural, al doblar un collado o una revuelta de la carretera. Aplico los frenos y me detengo, boquiabierto, sobre el arcén. Es una visión soberbia. Parece como si en ese punto acabara de traspasar una puerta invisible, abierta a un tiempo pretérito en un valle encantado de fábula o leyenda. Me evoca a una colección de pequeñas acuarelas románticas, desvaídas, que había en mi casa. ¿Existen aún lugares así en el mundo? La aldea, trepando por la pina ladera frente a mí, recibe un baño de sol y luz que -admito- se agradecen a esta altitud, donde la atmósfera es delgada y fría incluso en este cálido verano.

Como mucho, veinte o treinta casas la conforman, construidas enteramente en pizarra; y entre unas y otras se adivina, más que percibirse, un laberinto de callejas escarpadas y escaleras estrechas. Aquí y allá, sobre los barandales de madera, se orean, blancas y brillantes hacia el mediodía, algunas sábanas y prendas. Abajo, cabe un puentecillo sobre el arroyo, una construcción enjalbegada, también antigua, pone el contrapunto. Junto a ella, un par de motocicletas aparcadas desmienten, en parte, el embrujo del lugar. Apago el motor de la mía, me quito el casco y escucho. Advierto entonces la imperfección, lo ilusorio de la escena rural: no se oye ninguno de los sonidos que deberían serle propios: una esquila, un balido, una hazada que hiende la tierra, una voz de arreo, el alboroto de unos niños, un gallo que canta, el parloteo de unas vecinas en la fuente… Nada.

Dejo rodar la moto cuesta abajo, en punto muerto, y aparco junto al restaurante que sirve de centro social. Entro y pido un descafeinado en la tiendecilla, donde también se venden algunas chucherías artesanas y unos dulces que parecen caseros; algo subiditos de precio, por cierto. Mientras me sirve, le pregunto al dependiente, que tiene cara de extranjero, si hay algún lugar para hospedarse. Me dice que sí, varios alojamientos, pero están todos reservados con bastante antelación. En el fondo, casi me alegro de saberlo; ahora se verá por qué. Tras apurar mi taza y pagar la consumición, me pongo las sandalias y voy a explorar la aldea.

Más tarde me informé de que Candal es una de las conocidas como aldeias do xisto que hay en esta región de Portugal; aproximadamente una treintena. El xisto (esquisto) es la pizarra. Mejor o peor conservadas, se caracterizan -claro está- porque esa piedra es el principal elemento de construcción. Esparcidas por las laderas de unas pequeñas sierras al extremo occidental de los montes de La Estrella, hace tiempo que perdieron su población autóctona y, con ella, cualquier vestigio de su antigua vida montañesa. De hecho, varias se ven prácticamente inhabitadas y medio derruidas; pero no vaya por esto a pensarse que las casas están tiradas, económicamente hablando, pues hay bastante demanda de ellas: gentes de Centroeuropa -sobre todo franceses y alemanes-, atraídos por el irresistible encanto y la enorme tranquilidad de estos entornos, gustan de venir aquí. Las compran relativamente caras y las renuevan, bien con idea de habitarlas durante temporadas, bien para sacarles rendimiento económico como turismo rural; cuando no para ambas cosas. También en Portugal, como ocurre en España, tiene que ser gente de otros países quien repare en la belleza de los pueblos y en el especial valor de los entornos tradicionales. Los lugareños, los nativos, rara vez estiman lo que tienen y casi siempre se dejan deslumbrar por el oropel de lo moderno. No obstante, hay que reconocerles a las autoridades portuguesas la iniciativa de mantener, e incluso repoblar, estas aldeas.

Según voy trepando por sus pendientes callejuelas o descendiendo por sus empinadas escaleras (se hace ejercicio visitando estos pueblecitos), compruebo que a todas las fincas (lo mismo a las restauradas que a las abandonadas) llegan las acometidas, nuevas, del agua y la electricidad. Y aunque las han disimulado lo mejor posible, integrándolas en la pizarra, si se fija uno bien pueden incluso verse los lugares donde la pizarra está cogida con moderno cemento y no con viejo mortero. Las veredas y los estrechos pasadizos (en ocasiones apenas bastante anchos para que quepa una persona) que separan las casas y le dan su estructura a la aldea, así como el resto de espacios comunes, están bien adoquinados; todo lo cual pone de manifiesto que Portugal está dedicando fondos a la recuperación de estos minúsculos y originales caseríos. Y eso es encomiable.

Ahora bien: aunque me alegro, y mucho, de que no se las deje morir invadidas por los arbustos o derruidas por la intemperie, no puedo menos que lamentar la pérdida de su autenticidad y el drástico cambio producido en la vida que alojan: las aldeias do xisto sólo están habitadas, hoy, por extranjeros y urbanitas huyendo del mundanal ruido, y la única actividad económica son los restaurantes para turistas o las artesanías, ni siquiera autóctonas, que intentan vender algunos jipis. En este sentido, Candal, o cualquiera de las otras, está más cerca de una recreación teatral, un escenario cinematográfico o un parque temático, que de nada que se parezca a un ambiente campesino de verdad. Mejor es así que no el total abandono, desde luego, pero me llena de nostalgia el pensar que, hace acaso poco más de medio siglo, aquí aún se desarrollada una vida muy diferente, mucho más auténtica. Pero yo, ya se sabe, siempre he sido un anticuado.