Revista Cine

Alegoría alemana: El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, Volker Schlöndorff, 1979)

Publicado el 15 febrero 2016 por 39escalones

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Coproducción franco-germano-polaco-yugoslava, El tambor de hojalata sigue conmocionando y perturbando al espectador en la misma medida que el año de su estreno, 1979. Volker Schlöndorff asume, junto a Franz Seitz y al coguionista de la segunda etapa francesa de Luis Buñuel, Jean-Claude Carrière, la inmensa y compleja tarea de llevar a la pantalla la novela de Günter Grass, que colabora desde el principio con los guionistas supervisando y reescribiendo los diálogos, para conformar uno de los filmes alemanes más importantes del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. De esto, precisamente, de la ascensión del nazismo, de la guerra y del subsiguiente desastre es sobre lo que reflexiona esta esplendorosa fantasía que funciona como una alegoría acerca de cómo los planteamientos infantiles, populacheros y banales pueden calar en una sociedad deseosa de evadirse de su propia realidad hasta llevarla el desastre.

El vehículo para mostrarnos la caída de la sociedad alemana en el vacío mental y moral del nazismo es Oskar Metzerath (David Bennent), un niño nacido durante los años veinte del pasado siglo en el seno de una familia alemana del corredor de Danzig, zona de la antigua Prusia anexionada a Polonia y supervisada internacionalmente tras la derrota del Reich en la Primera Guerra Mundial. Allí conviven alemanes y polacos, juntos pero no revueltos, acumulando rencores y odios. Pero Oskar no es un niño cualquiera: es un adulto omnisciente encerrado en el cuerpo de un niño por voluntad propia. Al cumplir los tres años y recibir como regalo un tambor de hojalata, toma la decisión de no crecer más. Desde ese momento, y utilizando el tambor como primordial medio de comunicación con su entorno, Oskar se convierte en crítico observador del comportamiento adulto, que entiende sometido a toda clase de pasiones, cuanto más bajas mejor, y casi siempre tiranizado por pulsiones sexuales generadoras de conflictos. No es la única arma de Oskar en sus difíciles relaciones con el ecosistema en que vive: en una ocasión en que intentan arrebatarle el tambor descubre que sus gritos agudos son capaces de romper los cristales (en su propia casa, en la consulta del médico, incluso en las vidrieras de la catedral); esto se convertirá en su forma de exteriorizar sus sentimientos cada vez que Oskar viva una decepción, una amenaza o sienta la punzada del deseo.

Con Oskar como testigo de las aventuras de su madre (Angela Winkler), que vive una especie de triángulo amoroso junto a su marido (Mario Adorf) y a su amor de juventud, el primo Jan (Daniel Olbrychski), la película retrata con tintes absurdos y surrealistas la irrupción del nazismo y la transformación de los valores y las prioridades de los alemanes (la sustitución, por ejemplo, del retrato de Beethoven por el de Hitler en el salón familiar; la compra de la radio para escuchar los discursos del Führer; el vecino trompetista amenazado por interpretar La internacional). De este modo, la historia de los personajes se ve jalonada por los sucesivos progresos de la imposición del nazismo y de los episodios ligados al desarrollo de la guerra, marcando como un metrónomo el ritmo de vida de los protagonistas. En particular, el fragmento más emotivo lo protagoniza el cantante y actor francés de origen armenio Charles Aznavour, el dueño de la tienda de juguetes, alemán de origen judío, que repara o sustituye el tambor de Oskar y que ama a su madre hasta el punto de proponerle huir juntos a Londres cuando la situación en Danzig se hace irrespirable; el final del personaje, su apuesta por el amor antes que la huida, es uno de los instantes más conmovedores del filme.

Esta deriva vital se enmarca en una sucesión de escenas surrealistas que subrayan la demencial bajada a los infiernos de los alemanes: en primer lugar, el número circense protagonizado por enanos que sirve de inquietante oráculo para lo que va a venir, y que más adelante se convertirá en máxima atracción de la vida nocturna del París ocupado; además, la cabeza cortada del caballo de la que surgen las anguilas para la comida familiar; la madre embarazada y su compulsiva alimentación a base de pescado crudo, que la llevará a la muerte; el mítin nazi que queda sumergida en El Danubio azul interpretado por la orquesta de las juventudes hitlerianas, con los brazos en alto del saludo nazi moviéndose como olas al ritmo de la música; o, sin duda el elemento más perturbador y que da la clave de la sociedad alemana de posguerra, dividida por el Telón de Acero: el pequeño Oskar, con doce años, se acuesta con su criada, que a su vez es amante de su padre (o del que dice ser su padre), y engendra a un hijo que además es su hermano. A este respecto, el giro final, y la vuelta de la película a su principio (la abuela asa patatas en el campo, sentada sobre sus nueve faldas, aunque esta vez el abuelo fugitivo de la justicia no viene a engendrarla escondido bajo ellas, sino que un tren se pierde hacia el horizonte), deja en el aire el futuro incierto de un país en cuyo pasado no se reconoce.



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