Queda de todos modos implícito que, una vez que el Estado y los gobiernos intervienen en modo masivo para paliar las crisis financieras, en buena parte crisis de complicidades en avaricia desbocada, resulta que el futuro económico queda hipotecado al menos para la próxima generación.
También queda implícito que con el intervencionismo económico se incrementa la pretensión o la realidad de un intenso dirigismo gubernamental en asuntos morales de envergadura como el aborto, la eutanasia, etc. De esto último no trata el artículo de Alejandro. Pero sí de la "tercera vía", solución "cívica" que puede entreverse al aspecto económico del intervencionismo social del gobierno, que no es tan inocentemente liberal ni progresivo como quiere presentarse.
Pero mejor leer de entrada el texto de Alejandro:
La reciente publicación de las esperadas memorias de Tony Blair ha vuelto a recordar el debate sobre “la tercera vía”. Esta cuestión ha cobrado más actualidad todavía con ocasión de la crisis económica.
Parecía que el mundo se había convertido en un coto privado de los mercados financieros, capaces de imponer su voluntad a los gobiernos y organismos internacionales, cuando he aquí que las catastróficas consecuencias de la especulación nos han hecho redescubrir la necesidad de naciones fuertes, conscientes de su soberanía y dispuestas a controlar eficazmente a esos desbocados agentes financieros.
Urge actuar, y así los gobiernos occidentales ofrecen monumentales “paquetes” de ayuda para reactivar la economía. Habrá que ver si la inyección de esos chorros de dinero público logra el fin propuesto: con frecuencia se olvida que los estados no suelen tener una caja repleta de dinero en efectivo para gastar a discreción; se trata en realidad del dinero de todos, que será necesario devolver en el futuro. ¿Cómo reaccionarán las próximas generaciones cuando reciban nuestro legado en forma de deudas multimillonarias?
En el nuevo contexto surgido con la crisis se vuelven a plantear viejos dilemas: ¿merecen los gobiernos más confianza que los mercados a la hora de asegurar el bienestar de la ciudadanía? Ante la supervivencia inercial de modelos políticos y económicos obsoletos, ¿cabe pensar en una tercera vía que evite los inconvenientes del estatismo y del capitalismo: ineficiencia contaminada de ideología frente a codicia que beneficia a unos pocos y excluye a muchos?
No tengo una respuesta definitiva para estas preguntas clásicas, pero me permito apuntar alguna pista, por ejemplo, la ofrecida por Elinor Ostrom, la premio Nobel 2009 de Economía, que este verano ha visitado Europa para dar conferencias.
Esta profesora de la Universidad de Indiana recibió el premio por sus investigaciones sobre la gestión de los commons, bienes de carácter público como pastos comunales, caladeros de pesca o el agua. La teoría económica clásica afirmaba que a la larga esos recursos estaban condenados a la extinción, pues la búsqueda del beneficio particular llevaba a una explotación egoísta y ruinosa. Por tanto, no había más que dos soluciones para evitar su desaparición: privatizarlos y repartirlos entre los usuarios o estatalizarlos y ponerlos bajo el control de un organismo público.
Elinor Ostrom ha mostrado que existe una tercera vía: en muchas situaciones, que la ilustre economista ha rastreado a lo largo de todo el mundo, los actores implicados son capaces de poner en marcha instituciones no estatales que, mediante la cooperación local y la autorregulación, aseguran un uso sostenible de esos recursos.
Tal capacidad no va ligada a un ámbito cultural o social determinado: se puede observar en las circunstancias más variadas, desde Japón y las Filipinas hasta Canadá, pasando por Sri Lanka, Turquía, Suiza y España (de la que presenta el caso del Tribunal de las Aguas en Valencia).
Ostrom ya expuso su teoría de modo sistemático el año 1990, en su obra clásica Governing the Commons, pero desde esa fecha no ha cesado en sus investigaciones. Viaja sin parar por todo el mundo: Latinoamérica, África, India, Nepal, Mongolia, para observar cómo se gestionan bosques, pastos y aguas, con idénticas conclusiones: cuando los bienes en juego y los usuarios resultan abarcables, la autorregulación es más eficaz que la intervención del Estado.
Esta comprobación tiene consecuencias, por ejemplo, en la protección del medio ambiente. La acción emanada del Estado, desde arriba, muchas veces no logra los objetivos propuestos, como muestran tantos parques o reservas naturales en países del Tercer Mundo, que se deterioran a causa de la incapacidad o la desidia de los gobiernos respectivos. Es preciso implicar en esas políticas a la población autóctona, la única capaz de asegurar su efectivo cumplimiento.
Frente a los sistemas que tienden a dejar todo en manos del mercado (Estados Unidos) o del Estado (Europa continental), emerge la tercera vía de una sociedad civil capaz de asumir el protagonismo con autonomía y solucionar por sí misma sus problemas.