El presente texto pretende ser una reflexión a los sucesos referidos en este espacio, por una colaboradora que presidiendo un grupo de artistas fueron ultrajados, por el simple hecho de reunirse para celebrar una actividad artística. Quiero reflexionar por el papel del arte y el artista en una sociedad cada vez más enajenada. El autor habla en nombre propio y no representa sino a su propia conciencia. Tampoco hace parte del colectivo en cuestión. Simplemente, hago uso de la libertad para expresarme espontáneamente y en virtud de un derecho natural.
Aparentemente en Colombia las instituciones, a pesar de llevar una década viviendo el nuevo milenio, quieren permanecer anquilosadas en el Medioevo. Los índices de lectura, en un país desangrado por una guerra partidista que ha llevado el conflicto sociopolítico entre estado e insurgencia a niveles demenciales, son cada vez más preocupantes. Parecen circunscritos a la élite clerical. No nos llamemos a engaños: Colombia es un país altamente polarizado que se ignora consuetudinariamente.
Por esto, la ideología contraria al establishment −dominado por élites que desde tiempos de la colonia y la incipiente república, sostienen su estatus quo por medio del efectivo instrumento de la fuerza−, y en general a toda noción de orden impuesto, es objeto de satanización. La crítica estética, comprendida ésta como visión aniquiladora de los criterios tradicionales, reivindicadora de la imaginación como terreno fértil para la individualidad humana, siempre ha sido objeto de estigmatización en una sociedad inoculada por conceptos maniqueos y medievales, que jamás ha puesto en tela de juicio los ideales del más rancio conservadurismo burgués.
En días pasados el insigne procurador general de la nación Alejandro Ordóñez, fue puesto en tela de juicio sobre su concepto revisionista con el Holocausto perpetrado por el Leviatán nazi contra el pueblo judío. Como buen lefevbrista, ni afirmó, ni negó; poco después, se revelaron unas fotografías donde aparece azuzando un auto de fe, al mejor estilo de Tomás de Torquemada, dispuesto a quemar libros de tendencias poco ortodoxas, amén de las sanas costumbres de un pueblo ya demasiado enajenado en su moral, por causa de una dilatada y atroz guerra fratricida.
Pero esta escala de valores dista bastante de ser originaria del procurador Ordóñez. Desde el ochenio de Uribe se venía escuchando el sonsonete de la seguridad democrática y la advertencia a los enemigos de la trinidad: Ley, Dios y Patria como entes nocivos para el estado –intelectuales disidentes, periodistas y artistas que no comulgan con las políticas gubernamentales−. Desde el siglo XIX, se catalogó en la historia de Colombia como heresiarca demoniaco al general Tomás Cipriano de Mosquera: primero por ser masón, y segundo, por haber expropiado al clero de sus prebendas adquiridas desde la misma conquista de América. Huelga decir también que Colombia, justamente por carecer de un prisma diferente en tal sentido –dividir el estado laico del clerical; el estado político del metafísico−, no ha podido salir del círculo de los gobiernos autocráticos, clericales, y en un sentido pragmático, bastante ceñido a los preceptos políticos del conservadurismo. Por ello no es de extrañar que en las escuelas donde se adoctrina a la fuerza pública, se haga ver a los reclutas que los intelectuales y artistas, son Némesis del imperio del orden dadas las características evidentemente subversivas de su oficio. El intelecto y la sumisión generalmente no van de la mano. Bien lo decía Freud, que donde se empieza quemando, libros se termina quemando hombres.
¿Se precisa entonces una formación enfocada a las humanidades en las academias militares colombianas?: la respuesta es desde luego que sí. En la antigüedad era usanza la formación íntegra en todas las materias del espíritu humano a los futuros generales y hombres de estado. No puede haber nada de mayor dignidad para el espíritu que un soldado instruido en los ejercicios del arte y las ciencias. Alejandro de Macedonia, fue forjado por el fuego inmarcesible de Aristóteles, una de las mentes más preclaras que ha dado la raza humana. El resultado: fuera de ser un brillante estratega militar y uno de los genios más grandes que haya dado el mundo clásico a la historia, Alejandro entendió que las culturas con las que se iba fundiendo la suya, no tenían porque reñir con el ideal helenístico de su imperio. Gran parte del éxito de sus campañas consistió en el sincretismo con el mundo persa, griego e indio.
Entender el arte como una expresión, que, contrario de ofender nos exalta, resaltando valores que la guerra mancilla al quitarle dignidad al adjetivo humano, debería ser un pilar fundamental de los pedagogos en las academias castrenses. Los cadetes de Westpoint, una de las academias militares de mayor prestigio de los Estados Unidos, son formados en letras, ciencias e historia. Las hazañas de Héctor y Aquiles, están a la par con los discursos de Abraham Lincoln ante las tropas durante la Guerra de Secesión o de las campañas militares de Anibal o César en Germania, como muestra del valor del pensamiento y espíritu humanos. Hay que recordar que Bolívar, uno de los próceres de América junto con otros como Miranda y San Martín, fue hombre de letras antes que guerrero. Si de algo podían servir las armas era para darle dignidad y libertad a los hombres; libertad para abrirse el camino que le dictaba su propia conciencia.
La gran lección de la literatura, desde Odiseo, viejo guerrero de mil batallas troyanas, hasta Don Quijote, viejo hidalgo que cuelga su armadura para ir a entregarse a la agonía en su modesto lecho, es la exaltación de la condición humana. Esa característica de rebelión, de cuestionar al mundo, que tiene el hombre por medio de sus modos de expresarse, va ligada a nuestra naturaleza. ¿Qué otra cosa es aquel hombre que no cambia y permanece igual, sino una piedra; un ente sin vida, al que nada mueve, ni anima? No existe peor manera de parecer muerto que estarlo con el pensamiento. El arte nos redime, y como Cristo hizo con Lázaro, nos resucita cada vez que nos acercamos a él. Y negarnos a él desdice de nuestra propia condición de hombres.
artículo original en Esferapública.com