En 1945, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, Europa era un continente devastado y Berlín la destruida capital de los culpables del conflicto. Berlín, la ciudad que había estado a punto de convertirse en la capital de un siniestro imperio, no era más que un montón de ruinas donde se hacinaban millones de personas, que tenían que sobrevivir a varios males: el hambre, la derrota y un complejo de culpabilidad que nunca ha llegado a disiparse del todo. Solo en los últimos años los historiadores han posado su mirada en el sufrimiento de los alemanes durante la guerra. Recién terminada esta, había otras prioridades y ni siquiera la asimilación del holocausto (eso fue varios años después) fue una de ellas. En un libro de reciente publicación, Continente salvaje, que estoy deseando leer, el historiador Keith Lowe relata las secuelas que la contienda dejó en Europa y la desesperación de la gente corriente, sobre todo los perdedores, que tuvieron que soportar durante mucho tiempo una vida de privaciones.
El Berlín de la inmediata postguerra fue en su momento motivo de inspiración para el cine. Así a vuelapluma puedo nombrar la comedia (con un fondo amargo), Berlín occidente, de Billy Wilder o Los ángeles perdidos, de Fred Zinnemann, que tiene algunos puntos en común con Alemania año cero. Lo primero que llama la atención de la película de Rossellini es que, como buen film neorrealista, tiene un alto componente de denuncia social y eso solo puede hacerlo introduciendo la cámara en el mismo fango en el que viven los seres reales que retrata. La película se rodó en el estremecedor Berlín de las ruinas, donde cada uno sobrevivía como podía y el reparto de alimentos proporcionado por las naciones ocupantes era a todas luces insufiente, por lo que la gente tenía que recurrir a un muy floreciente mercado negro. En este ambiente, la existencia de Edmund, un niño de doce años, es autenticamente infernal, pues se ha convertido en el forzoso cabeza de familia, a quienes debe proporcionar medios de vida, ya sea mediante el trabajo o el robo, ya su padre está enfermo y su hermano, que fue combatiente de la Wehrmacht, tiene miedo de presentarse a las autoridades, ya que su destino podría ser un campo de concentración.
Alemania año cero pone el énfasis en la vida de varias generaciones perdidas de alemanes, pero sobre todo en la tragedia de quien ha sido demasiado joven como para haber ejercido responsabilidades en el conflicto, pero ahora sufre en sus carnes las consecuencias, como si el problema de la culpa teorizado por Karl Jaspers le tocara de lleno. Además, a Rossellini le interesa la supervivencia de las semillas del mal entre las ruinas de la capital alemana, lo que se representa a través de un antiguo profesor de Edmund, que no ha abandonado sus ideas nazis e intenta educar a algunos miembros de las nuevas generaciones en la ideología derrotada, unas enseñanzas que van a ser interpretadas por el joven Edmund al pie de la letra... Entre las muchas escenas memorables de esta película sincera y creíble hay una que tiene un particular valor histórico: la que transcurre en los restos de la Cancillería de Hitler, un edificio fantasmagórico que sería demolido poco después.
Ahora que vuelven a ser la nación imperante de Europa, los dirigentes alemanes deberían echar un poco la vista atrás, no para sentirse culpables de nada, sino para recordar como son los más inocentes los que acaban pagando los errores de sus mayores y por qué no ayudar, con una política efectiva, no con palabras, a los países en dificultades es una política suicida. Si a los alemanes se los hubiera dejado a su suerte después de la guerra, el país se hubiera sumido en la Edad Media. Si volvió a levantarse, fue en gran medida gracias a la generosidad de sus acreedores, víctimas de sus arrebatos bélicos que tuvieron altura de miras y supieron prever lo que era mejor para el futuro. Porque lo que enseñan las imágenes de Alemania año cero, es la pura desesperación de quienes creen no tener futuro, lo mismo que sucede hoy día - salvando las lógicas distancias - a muchas familias europeas. No olvidemos nunca las lecciones del pasado. Ni siquiera las positivas.