La memoria utiliza extraños criterios para seleccionar los recuerdos, pensaba Elisa, y no dejaba de sorprenderle que la fuerza e insistencia con que recordara a alguien fallecido, no siempre tuviera relación con el vínculo que los hubiese unido en vida. Así, uno de los muertos que se conservaban más activos en su conciencia era un hombre anónimo de sus tiempos de universitaria cuyo cadáver sangrante pudo ver a muy corta distancia.
Justo a su altura, debajo del autobús, vio el cuerpo de un hombre. En realidad, se trataba sólo del busto, pues las piernas desaparecían debajo del vehículo. Estaba tumbado boca abajo, con los brazos casi en cruz, como dormido sobre el pavimento. De la calva cabeza partía un rastro de sangre oscura, tan oscura que en un principio no la reconoció como tal. Recuerda cómo se fue formando un corrillo alrededor del cadáver, un mudo semicírculo que lo observaba; cómo lo levantaron entre varios hombres para llevarlo a la acera de enfrente, donde quedó hecho un guiñapo, con la americana marrón enrollada y la camisa biege con los faldones sueltos; cómo alguien recogió un zapato, también marrón, de la calzada y lo dejó caer a su lado; cómo llegaron los policías en una furgoneta y taparon el cuerpo con una manta y dispersaron a los curiosos; y, en fin, cómo, mientras el autobús estuvo parado, ella no volvió a abrir el libro, entregada a la morbosa contemplación del espectáculo. Elisa nunca supo nada sobre aquel hombre, pero durante mucho tiempo, cada vez que cerraba los ojos, se le representaba con nitidez su imagen.