La lectura de Alfanhuí resulta inquietante pero, al mismo tiempo, evocadora: la magistral prosa con que Sánchez Ferlosio nos cuenta los avatares de un muchacho en un mundo fantasioso llega a conmover y a instarnos a devorar los capítulos como pequeñas dosis o píldoras de imaginación, de liberación. El muchacho experimenta un camino vital rompedor, atípico; una historia que se ha visto como un ritual de iniciación constante; una relación con el mundo a la que no estamos acostumbrados y que nos turba y nos interpela. Alfanhuí huye de la casa maternal en un gesto de rebeldía ante la prohibición de seguir escribiendo en un alfabeto imaginario, siendo este el primer gesto de ruptura con la convención. A partir de aquí comienzan sus aventuras en un mundo que surge del diálogo constante entre la realidad –que se encarga de transformar e, incluso, de mejorar– y la ficción que se va creando. Atento, errabundo, inocente, bondadoso: así es Alfanhuí, que tiene además un “ojo limpio” como nos señala la cita bíblica previa a la novela; tiene una mirada clara que ve más allá de sus narices y de los corsés sociales, que puede advertir y distinguir colores y variantes de colores, como por ejemplo del verde: entre el verde de lluvia, el verde de cuando no llueve, el de sombra, el de luz, el de sol, el de luna. Es, como decía, inquietante.
Su ruptura con la norma se puede ver desde el primer momento en que rechaza el aprendizaje oficial y ortodoxo para comenzar un periplo de aventuras donde conocerá a multitud de personajes. Su viaje es, a la vez, su iniciación al mundo adulto y su proceso de aprendizaje no formal. Es un aprendizaje que se construye por medio de la oralidad, de las historias que oye a personajes como el maestro disecador, la abuela, doña Tere o unos ladrones; historias que hablan de la experiencia y que retornan a la experiencia del propio chaval que no se deja limitar. Es el aprendizaje que aquel Hans Giebensratch de Bajo las ruedas (Hermann Hesse, 1906) no pudo tener. Alfanhuí es, por tanto, contrapunto de Hans: mientras el primero vive, disfruta y experimenta, el segundo está condenado al oficialismo educativo, a la carrera prefijada que limita la libertad de los alumnos y, por último, al fracaso y a la muerte. La vida de Alfanhuí es la salida constante y la peripecia continua: ello llega a su máximo esplendor cuando mata a don Zana “El Marioneta” para librarse de los esquemas que coartan, los esquemas que ve en el cerezo que “había sido cortado en plena juventud y convertido en silla, y encerrado en aquel interior, enfermo de hastío”.
El desvío contra lo establecido no resulta gratuito para Alfanhuí y debe pagar un alto precio: el sufrimiento que experimenta tras esta experiencia iniciática, la ceguera, la fiebre, las tormentas… Superados estos obstáculos vuelve a comenzar una segunda vida retornando al hogar familiar de una abuela que no conocía, donde experimentará otro crecimiento hacia la vida adulta, simbolizado por las botas que recibirá como calzado, o la tremenda muerte de su buey Caronglo:
“Por fin abrió “Caronglo” los ojos de par en par, puso las pupilas en blanco, parpadeó un momento y, cerrando los ojos, dobló pesadamente sobre las rodillas de Alfanhuí. Alfanhuí miró en la noche la cabeza y el cuerpo del buey muerto que negreaba sobre la tierra y le pareció más grande que nunca. Alfanhuí se quedó mucho tiempo pensativo, acariciando la frente de “Caronglo” con la dulce, casi alegre tristeza de la muerte natural”. (pp. 174-175).
El final nos devuelve a los orígenes, al sentido de su nombre, extraído del ruido de los alcaravanes. Un final que parece terminar las aventuras de Alfanhuí y que nos muestra una persona diferente, libre, que contempla el arco iris y aprecia la diversidad; alguien que ha triunfado huyendo y buscando su propio camino, que se ha nutrido de quienes ha conocido.