El hebraísmo de la época anterior al exilio, conserva figuras demoníacas heredadas de antiguas divinidades cananeas relacionadas con el desierto, paisaje habitualmente considerado la morada preferida por las fuerzas maléficas. En un único pasaje se habla de Lilit (corresponde al demonio babilonio Lilitu), «el espectro nocturno» que habita en el desierto, originariamente fuerza diabólica de la tempestad y después de la lujuria. De todos modos, la idea principal que domina la demonología del Antiguo Testamento es que el diablo no es una figura que se opone a Dios, sino que es querido y creado por el mismo Dios con el fin de poner al hombre a prueba. El pecado de Adán y Eva consiste en haber violado una prohibición (la de no comer los frutos del árbol del bien y del mal); algunos estudiosos interpretan esta transgresión como un pecado sexual, otros como un pecado de orgullo, una forma de rebelión contra Dios. Aparecen aquí dos de las características principales del demonio cristiano: la desenfrenada sexualidad y el orgullo de parangonarse con Dios; lógicamente el demonio cristiano tiene notables ascendencias hebraicas. En el mundo de las creencias judeocristianas, al significado demoníaco del mal cósmico y moral, se suma un propósito de enfrentamiento creado por el propio Dios y establecido para ser derrotado en la redención final.
La demonología cristiana conoce un amplio desarrollo en los primeros siglos del cristianismo, época de los padres apologetas, cuya teología está dirigida principalmente a defender a los creyentes de los ataques paganos y a polemizar contra las religiones antiguas. El cosmos está poblado de innumerables demonios que se identifican con los ángeles caídos, de ellos nace el pecado de lujuria, puesto que por la lujuria, en tiempos de Noé, fornicaron con las hijas de los hombres y tuvieron hijos con ellas; esto dio lugar a dos categorías de entidades demoníacas: los ángeles caídos y los hijos engendrados por ellos, Lucifer es su guía, el líder, el príncipe, habiendo sido el primero en pecar y en ser desprovisto de su condición celestial originaria. Estos demonios son, en sustancia, divinidades paganas a través de las cuales el mal opera en la humanidad. San Agustín considera que el demonio existe y bajo el control de Dios manipula a los seres humanos, el mal real es el pecado (el mal moral) que depende del libre albedrío, de la libre voluntad. En la teoría demonológica del monje asceta Evagrio Póntico las escuadras demoníacas son ocho que corresponden con los ocho pecados capitales: la gula, la soberbia, la lujuria, la avaricia, la desesperación, la ira, la pereza y la vanidad. El modo verdadero de oponerse a las sugestiones diabólicas es la observancia moral estricta de la conducta y, si fuera menester, la penitencia o el martirio como afirmación victoriosa sobre la autoridad que el demonio ejerce en este mundo. En efecto el mal está presente en la vida representado por el Diablo, del cual emergen las enfermedades, los sufrimientos, las angustias y los dolores, pero una vez declarada en todo el orbe la potestad de Cristo, el mal ya no podrá volver a existir, todas las cosas tornaran a Dios; de aquí se desprende la negación de la eternidad de las penas infernales y la controvertida posibilidad de redención de Satanás en el Juicio Final con el permiso de Dios, juzgado y anulado por Cristo.
La definición de Anticristo es ambigua, los textos le presentan como un verdadero y auténtico demonio, o un hijo del demonio (filius diaboli), o un hombre que encarna al demonio engendrado por un obispo y una monja, o un poderoso de la tierra cargado de iniquidad (rex iniquus), o un personaje contrapuesto al Mesías, o en la época de las cruzadas el mismísimo Mahoma y los musulmanes como sus legados, o según Lutero el Diablo encarnado en el Romano Pontífice, etc. En el siglo XII, la monja visionaria Hildegarda de Bingen describe al Anticristo en forma de bestia con una cabeza negra monstruosa, orejas de asno, fauces abiertas con colmillos de hierro y despidiendo fuego por los ojos; vamos, el puro retrato de la imagen demoníaca.
El Diablo como representación de todo lo malo (en conflicto con todo lo bueno), está presente bajo diversas formas en todas las culturas: puede estar en la naturaleza, en la historia, y finalmente, en nosotros mismos, en nuestras angustias, en nuestros traumas, en nuestras pesadillas.