Alfred Jarry: una estética de la antiestética (I)

Por Avellanal

André Breton señaló que el acto definitivo del surrealismo consistía en bajar a la calle, revólver en mano, y sin reparar en las repercusiones, abrir fuego, de forma azarosa, contra los transeúntes. Del mismo modo, algunos se han animado a observar que pedir un escarbadientes (un cure-dent) en el lecho de muerte, viene a ser el correlato patafísico de aquella provocación del líder surrealista. Pese a que no suele figurar ni siquiera en los más doctos diccionarios recientes, la palabra “patafísica” alude –según la definición de su propio creador– a la ciencia de las soluciones imaginarias, que simbólicamente atribuye las propiedades de los objetos, descriptos por su virtualidad, a sus rasgos constitutivos. Quien pidió un mondadientes antes de expirar y quien inventó la “suprema ciencia” de la Patafísica fue Alfred Jarry.

Frente a una platea colmada de luminarias (Jacques Copeau, William Butler Yeats, Jules Renard), se estrenó Ubú Rey en el Théâtre Nouveau, y de repente el mundillo teatral parisino fue sacudido (en esa noche del 10 de diciembre de 1896) por un hecho de visos extraordinarios e insólitos. Ni bien se levantó el telón, el actor principal avanzó para decir una palabra formalmente disfrazada (merdre) que jamás nadie había osado pronunciar sobre un escenario. Inmediatamente, en el que tiempo después fuera el templo del dadaísmo, se desató un escándalo de tal magnitud que pasaron más de quince minutos antes de que se reestableciera parcialmente el orden. El célebre “merdre” con que comienza la obra de Alfred Jarry puede resultar hoy en día, como mucho, apenas divertido y completamente inofensivo, pero en 1896 produjo un irreversible cataclismo que, en algún modo, cambió la historia del teatro.

Hacia la última década del siglo XIX, Jarry se había convertido ya, debido a sus peculiarísimas costumbres, en un personaje notorio y popular de la bohemia parisina. Habitaba pequeños albergues en extremo sucios, criaba búhos, se paseaba por las calles de la ciudad en bicicleta haciendo ostentación de armas de fuego; frecuentaba la Biblioteca Nacional, le apasionaban las ciencias ocultas y dominaba tanto el griego como el latín. En pocos años decidió encauzar la rebeldía, que lo abrasaba hasta el mismo suicidio, y optó por el alcohol, dado que favorecía un desenlace pausado y porque sus efectos inmediatos le posibilitaban llevar a cabo sus excentricidades libres de toda inhibición (aunque, en rigor, nunca parecía tener funcionando a pleno su sistema de inhibición comportamental). Fue así que se emborrachó sistemática y voluntariamente hasta matarse, y su muerte fue en cierto sentido heroica, pues para Jarry la rebeldía no era otra cosa que la búsqueda de la libertad absoluta, a la vez que una protesta contra la última y primordial esclavitud del ser humano, esto es, la esclavitud de la muerte. Al penarse a sí mismo, al elegir el modo y, casi el instante de su expiración, la controló, tomó las riendas de ella, y eso le permitió ponerse al margen de todas las convenciones que tanto aborreció durante su vida. Poco después de cumplir 34 años, el 1 de noviembre de 1907, Alfred Jarry falleció en París, y volviendo al principio, su último deseo fue admirablemente coherente con su personalidad: un mondadientes.

Después de su muerte, durante décadas su nombre quedó relegado, sumido en el más horrible de los olvidos. Fue recién en 1948 cuando retomó su merecido lugar, al establecer algunos de sus selectos discípulos el Colegio de Patafísica, del que fueron conspicuos integrantes el director cinematográfico René Clair, el dramaturgo Eugène Ionesco, el multifacético Boris Vian y el poeta Jacques Prévert, entre otros. Y es que el legado que este poète maudit dejó en tan escasos años de vida, es tan decisivo que su ascendencia puede rastrearse en cualquiera que ondee la bandera del absurdo como modo de desfachatez. En efecto, Jarry se adelantó medio siglo a su tiempo y su aporte al arte contemporáneo influyó a varias generaciones de escritores en todo el mundo: anticipó el surrealismo de Jean Cocteau y Guillaume Apollinaire, el dadaísmo, el expresionismo alemán de los años veinte, las obras de Picasso y Dalí en pintura, el Teatro de la Crueldad de Antonin Artaud y el Teatro del Absurdo.

En el plano estético, la innata irreverencia de Jarry se rebeló contra el teatro de los años 1890, cuyos dramas tendían a una imitación lo más perfecta posible de la realidad en los diálogos, en las situaciones y hasta en los efectos escénicos. Nuestro autor sostenía, por el contrario, que el realismo debía ser literalmente barrido de la escena, y a las aspiraciones tradicionales del teatro convencional (verosimilitud en la trama, profundidad en el pensamiento, belleza en el lenguaje) opuso todos los inversos, hasta el punto de erigirse en padre de una estética de la antiestética.

Pero a poco que se analiza la obra de Jarry, y especialmente su pieza cumbre Ubú Rey, se advierte que con ella el extravagante francés no se rebelaba tan sólo contra los cánones vigentes en la teoría dramática, sino más bien contra todas las cosas de este mundo, ya sean físicas o metafísicas. Su reproche se sustentaba en una suerte de nihilismo ciego, resumido en su famosa frase: “No habremos destruido todo hasta que no hayamos destruido incluso las ruinas”. Reaccionando contra la escena de la Francia finisecular, Jarry se estaba oponiendo a toda una cosmovisión y una escala de valores burgueses que respaldaban esa forma de arte. La reducida obra de Jarry significó una revolución estética de connotaciones impensadas, pero al mismo tiempo un revulsivo y una conmoción en todos los niveles.