El terror y la casquería fina se llevan bien
Que me perdonen los aficionados a esto del bizarro mi atrevimiento al encabezar así esta reseña. Pero es que he notado mucho de carnicería con moscas en mi lectura, mucha articulación dislocada, mucha criadilla pelada y mucha hambre más allá del tabú.
"En pocas palabras, es el género de lo extraño", se comenta respecto a la etiqueta "bizarro" en un breve apéndice explicativo al final de esta obra y sí, sí es literatura de lo raro, pero también de lo viciado, lo mezclado, lo oculto y lo viscoso. Para el que, como yo, aún no se hubiera acercado a historias de esta calaña, verá aclaradas algunas de sus dudas gracias a ese epílogo didáctico. Pero bueno, tampoco hace falta definir mucho el filete si se ve que sangra y que es apetitoso, basta con dejar al carnívoro depredador que llevamos dentro a su aire para que consuma la proteína según le llame su hambre.
Os aviso que la historia arranca fuerte y arrancar es un hermoso verbo polisémico que le va a la historia como anillo al dedo mutilado. Se marca el terreno con rapidez: sordidez hasta las manillas, una sana predisposición a la violencia y las ventanas siempre abiertas para que se ventile el olor a choto y entre la siguiente situación comprometida. Sí, también hay en este inicio de cliché (oportuno aunque chamuscado) su mijita de sexo sin rastro de besitos o románticos vahídos, algo que es de agradecer. Solo faltaba que en la primera página ya tuviéramos que tragarnos un tráiler de almíbar en lugar de un edificante olor a alcantarilla con bichejo podrido dentro.
Que el jarrón roto en el suelo no te confunda
Porque los añicos de la pieza están pensados para ser mirados como tales, por separado, pero también como conjunto. Que se vea que está roto, pero que una vez fue un objeto intachable, un ciudadano modelo, ese es el objetivo no declarado de esta narración. Que lo que estuvo adaptado se corrompe, parece querer decirnos. Por ejemplo, hay una historia que es una novela inacabada que da mucho juego (y desata mucha acción también). Esta está terriblemente edulcorada al principio y nos hace dudar sí tirar el libro por la ventana; no lo hagáis que vendrán después muchas sorpresas; en esa misma historia, sin ir más lejos. Quizás este inicio dulce y amoroso no sea más que una muestra de sarcasmo y crítica a la literatura rosácea, como también lo es otro de esos pedazos que componen esta novela fragmentaria y en el que se plantea un libro de anti-autoayuda (no, este término no existe, me lo he inventado) que a mí me ha salvado la vida y me ha permitido volver a la senda del bendito cinismo. Como os digo, el detective mariposeado guarda muchas caras dentro de sus páginas.
El ganchillo es muy relajante. Sirve para calmar los nervios tejiendo tu propio pasamontañas antes de un atraco.
Esta multiplicidad de registros obliga al autor a una serie de saltos técnicos, a variar de narrador, de tono, de distancia narrativa. Lo hace a la perfección y aparece como un yonqui desesperado cuando hace falta o como una adolescente pava a pesar de lo que tiene en lo alto, y así va cambiando a medida que necesita adaptarse al pellejo de lo que nos va mostrando. Lo cierto es que esta demente forma de narrar, dependiendo de la sensibilidad de cada cual, puede llegar a saturar, pero es innegable que ofrece carnaza a nuestro lado más animal. Si te saturas, descansa unos instantes, límpiate los fluidos del regazo, los salpicones de sangre salen bien con más sangre, y regresa a la lectura tras la pausa. Porque este libro echa a pelear como gallos furibundos al niño bueno que hizo la comunión con ese mismo niño que tras papearse la hostia deseo matar a su primo el de cuenca por repelente. Hay un continuo tira y afloja que está pensado para crear un juego de atracción-repulsión que sostiene todo el armazón de la obra. Algún descanso encontraréis, pero no os encariñéis con las palomas que picotean arvejones alrededor del banco en el que reposáis, porque al momento siguiente el animalito puede sacar una motosierra de debajo del ala e ir a por vosotros. Así es El detective que tenía mariposas en el estómago.
Lo importante es que se haga bola, que la progresión de la historia sea cada vez más demente y que en cualquier momento podamos sucumbir, rendidos al fin, a la tentación de introducirnos en el fondo de los bajos fondos con nuestra botella de anís del mono en una mano y la navaja trapera oxidada en la otra, dispuestos a sacarle los ojos a cualquiera que venga a pedirnos la hora. Violencia, sí; toneladas de variadas pulsiones agresivas. La violencia lo sobrevuela todo en esta novela y es el medio más eficaz de comunicación entre personajes. Para qué hablar si se puede atizar, violar, estrangular, arrancar las uñas con los dientes, escupir o besar como una abuela desdentada de encías babosas.
No le dejó reaccionar. El primer latigazo fue directo a la cabeza, para hacerle perder el equilibrio; el segundo, a la rodilla, para lanzarlo al suelo, y el tercero, en la espalda, para darle impulso. El hombre cayó cuan largo era sobre la mesita del comedor. Se escuchó un crujido, y luego nada.
Elige tus motivos, pero quédate
En el fondo, siempre he estado lleno de ira. No como ahora, claro. Estar muerto es muy zen, aunque te acaben de cortar un dedo.
Que la violencia y el absurdo son catárticos es algo sabido, estudiado y, si nos ponemos el disfraz de Mulder o de Scully, fomentado por el Ministerio de Torturas, Desmembramientos y Relaciones con el Vaticano; hoy de Convivencia Ciudadana y Deportes de Contacto, tras el cambio de gobierno. Pero para que el alivio que buscamos se produzca tenemos que sentirnos interpelados por la voz de El detective que tenía mariposas... que es cansada, sucia, arrastrada pero que se entiende a la perfección. Yo he sentido la llamada de la jungla, la evolución actuando en su versión más cruda: la lucha por la supervivencia del más raro. Ya me diréis si el animal maleado por siglos de encierro en jaulas sociales se libera después de pasar por esta broma levantada a base de carne picada y excelso mal gusto.