Hace unos días se han cumplido quince años de la muerte del tenor Alfredo Kraus, y quiero con estas líneas rendir mi homenaje a uno de los artistas por los que yo he sentido más admiración a lo largo de mi vida. No recuerdo cuando supe de él; sí cómo conocí su existencia. Mi padre tenía un puñado de discos de vinilo; no eran muchos, pero sí había mucha variedad. Entre ellos, un single de Alfredo Kraus en el que cantaba «Granada», la canción de Agustín Lara. Me quedé prendado de aquella voz de una limpieza y una luminosidad extraordinarias. Lo escuchaba decenas de veces y, pobre iluso, cantaba yo también tratando de seguirle (pido perdón desde aquí a mi familia y a mis vecinos por aquella tortura adolescente).
A partir de aquel momento, me convertí en un krausista convencido, y me hacía con todos los discos que podía en que él cantaba: sus recitales de zarzuela, de ópera, de canción popular; sus grabaciones de de ópera: «Rigoletto», «Lucia di Lammermoor», «Don Pasquale», «Werther»...; de zarzuela: «Marina», «Doña Francisquita», «La Dolorosa», «Bohemios» (por cierto, me volví loco buscando una grabación de «La del manojo de rosas» que aparecía en un catálogo de Columbia; no existía, era un error de imprenta). Leía todo lo que caía en mis manos sobre él. En 1983 o 1984, no estoy seguro, ofreció un recital en el Teatro Real; no era muy frecuente en aquella época que cantara en España. Las entradas se agotaron enseguida, pero el teatro estaba obligado a dejar un cupo para el mismo día del espectáculo. A las seis de la mañana ya estaba yo haciendo cola para comprar una entrada; en ella hice buenas migas con un estudiante de piano, Luis Blanco (al que hace tiempo que perdí la pista), con el que compartí varias espectáculos y charlas. Disfrutamos juntos del recital en lo más alto del gallinero.
Había conocido a Alfredo Kraus un tiempo antes, gracias a Antonio Fernández-Cid, legendario crítico musical de ABC; yo estaba en tercero de Periodismo, y el profesor de Redacción periodística, Pedro Sorela, nos encargó seguir durante cuatro meses a un columnista de un periódico. Yo elegí a Fernández-Cid y, cuando le entrevisté para que me hablara de su trabajo, me atreví y le pregunté si sabía de qué manera podía localizar a Alfredo Kraus. Se lo debí decir con tanta inocencia que me dio el teléfono de su casa. Cuando supe que estaba en Madrid para dar en el Teatro Real unas clases magistrales llamé a aquel número de teléfono y pregunté por él. Se puso. Le expliqué quién era y que me gustaría mucho entrevistarle. ¿Para qué medio?, me preguntó. Para ninguno. Para un trabajo de la facultad, mentí. Pero entonces, ¿no se va a publicar? No, en principio no. Mire... Es que no tengo mucho tiempo, y si la entrevista no se va a publicar... Debí insistirle, no recuerdo, pero el caso es que me dijo que fuera a una hora determinada al Teatro Real; era cuando terminaban las clases magistrales. Y que allí veríamos. A la hora convenida yo estaba en la puerta del Real, rodeado de otros fans. Cuando salió, nos abalanzamos sobre él. Creo que yo llevaba un disco para que me lo firmara, así que mientras lo hacía me presenté. Se excusó; no tenía tiempo. Pero a mí ya no me importaba. Me sentía satisfecho con aquel encuentro y aquel autógrafo (que si existe, no sé dónde está).
La última vez que le vi fue en su casa de Boadilla. Tenía concertada una entrevista con él sobre las seis de la tarde. Llegué allí, y en aquel momento Alfredo Kraus y sus hijos estaban saliendo por la puerta del garaje para llevar a su mujer al hospital (moriría un tiempo después). Así que me marché sin la entrevista, lógicamente. No volví a encontrarme con él.
En el año 2001, el Ayuntamiento de su ciudad natal le encargó un monumento al escultor Víctor Ochoa para colocar junto al auditorio de música que lleva su nombre. Carlos Ochoa, el hermano de Víctor, con el que yo mantenía una buena relación, me preguntó si querría escribir en un libro conmemorativo que estaba preparando. Por supuesto, contesté. «Perfecto», fue el título de mi texto, en el que hacía repaso a su carrera y subrayaba los aspectos más destacados de su arte: la elegancia, la distinción, la exactitud, y negaba las acusaciones de frío y falto de emoción. Recordaba aquel recital del Teatro Real y escribía: «Aquella noche, Alfredo Kraus dictó una más de las infinitas lecciones de canto con las que jalonó su carrera. Aquél "¡Perfecto!" que gritó uno de los enardecidos espectadores después del aria de Lucia di Lammermoor (lo podría haber gritado después de cualquier aria) resume muy bien de lo que fue la carrera de Kraus. Lo más parecido a la perfección que existe».