La grandeza de un hombre se mide por pequeños gestos. Y Tony Judt, postrado en la cama, con el cuerpo progresivamente paralizado, pero aún con ánimo para dictar sus últimas lecciones, con la lucidez de quien ha vivido toda una existencia dedicada al estudio, que siente que, mientras su cuerpo se marchita, su mente sigue tan activa como siempre y necesita expresar sus pensamientos.
Algo va mal es una especie de apéndice a ese ensayo tan formidable llamado Postguerra, en el que el autor aborda la extraordinaria tarea de contarnos la historia de Europa de la segunda mitad del siglo XX, aquella Europa que se recupera milagrosamente de la peor de las catástrofes y aquella otra (la del Este), la gran perdedora, que pasa a ser dominada por otro totalitarismo del que solo podrá liberarse décadas después.
Algo va mal parte de las circunstancias que hicieron posible uno de los grandes inventos políticos de la historia de la humanidad: el Estado del bienestar. Hubo un tiempo, aunque ahora nos parezca remoto, en el que el Estado era el indiscutible árbitro de la vida social y económica de los países. Se estimaba que los ciudadanos menos pudientes, los menos afortunados, debían ser socorridos, pero no de forma caritativa, sino reconociéndoles derechos, por el mero hecho de ser ciudadanos. Este milagro era posible gracias a unos impuestos progresivos en los que proporcionalmente pagaban más los que más tenían. El Estado se reservaba el control de las empresas estratégicas y regulaba sabiamente la competencia privada. La gente se sentía parte integrante de la vida ciudadana: nadie solía pensar que era un elemento sobrante o se culpabilizaba por una situación temporal de dificultades económicas. La esencia de la vida no se encontraba en amasar dinero de forma individual, sino en la participación en el progreso colectivo:
"Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho, esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo. Sabemos qué cuestan las cosas, pero no tenemos idea de lo que valen. Ya no nos preguntamos sobre una acto legislativo o un pronunciamiento judicial: ¿Es legítimo? ?Es ecuánime? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Va a contribuir a mejorar la sociedad o el mundo? Estos solían ser los interrogantes políticos, incluso si sus respuestas no eran fáciles. Tenemos que volver a aprender a plantearlos.
El estilo de vida materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana. Gran parte de lo que hoy nos parece "natural" data de la década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres. Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito."
La retórica de la vida actual es un bombardeo continuo de culpabilidad sobre el ciudadano: el funcionario es culpable de sus presuntas buenas condiciones de trabajo y de su seguridad laboral, lo que le hace tender a la baja productividad, el asalariado es culpable de que su empresa no vaya todo lo bien que debería, ya que no se sacrifica lo suficiente, el parado de ser un inútil incapaz de aportar nada a la sociedad, el jubilado de vivir demasiados años, el dependiente y el enfermo de ser un lastre para las cuentas del Estado... Los únicos que parecen gozar de la suficiente confianza como para ser ayudados con dinero público son los banqueros, a los que la desregulación de las leyes financieras han otorgado un inmenso poder que utilizan en su exclusivo beneficio. Para Tony Judt las únicas sociedades democráticas que funcionan bien son las más igualitarias, pero la tendencia actual es la de ahondar en el abismo entre ricos y pobres.
El autor británico habla de la tendencia actual de los individuos con mayor poder adsquisitivo de aislarse del resto de la sociedad: viven en urbanizaciones vigiladas por su propia seguridad privada, sus hijos van a colegios de pago y se abonan a los mejores servicios médicos que el dinero pueda pagar. Es como si pudieran organizar su vida al margen del Estado y dejaran a éste solo la facultad de mantener un ejército y una policía que les protejan de los enemigos externos e internos. Ya no se considera triunfador a quien colabora desintereresadamente para mejorar la vida social, sino a quienes amasan las mayores cantidades de dinero. De ahí el desapego por la política: los ciudadanos la ven como una actividad que no se ocupa de sus intereses y en la que solo pueden participar, de manera indirecta, una vez cada cuatro años.
Pero un lluvia fina nos ha venido convenciendo, en los últimos treinta años, que el Estado es un estorbo y que la libre iniciativa económica está por encima de todo. Los derechos sociales se convierten de la noche a la mañana en mera caridad y la rápida creación de riqueza (venga de donde venga y sin importar que acabe en unas pocas manos) es la prioridad. Como escribe Judt:
"Detrás de cada cínico (o simplemente incompentente) ejecutivo bancario o inversor hay un economista que le asegura (y a nosotros), desde una posición de autoridad intelectual indiscutida, que sus actos son útiles socialmente y que, en todo caso, no deben ser sometidos al escrutinio público."
Uno de los más hermosos es el capítulo que dedica el historiador a los trenes, descritos como el bien público por excelencia, cuyo experimento privatizador en Gran Bretaña fue el gran fracaso de los años noventa. Los servicios esenciales jamás deben ser cedidos a empresas cuyo único fin es el lucro. Es precisamente lo que estamos haciendo con la sanidad, sin que nadie parezca capaz de parar tan siniestros proyectos.
Cuanto daño ha hecho en nuestro país la búsqueda de riqueza a cualquier precio, sin pensar en las consecuencias del futuro inmediato. Mientras se construían casas sin freno, mientras la vivienda elevaba su valor de manera disparatada, mientras se concedían hipotecas a quien se sabía que no podía pagarlas, mientras circulaban impunemente cantidades obscenas de dinero negro, el Estado miraba para otro lado. Y en esas seguimos. No hemos aprendido la lección. Nuestro país no cuenta con un proyecto ilusionante en el que hacer partícipes a sus machacados ciudadanos. Solo se busca un quimérica recuperación económica con vistas, si no me equivoco, a volver a inflar otra burbuja, solo que esta vez utilizando a los trabajadores con condiciones laborales decimonónicas. Ojalá algún día se vuelva a levantar, aunque sea tímidamente, la maltrecha idea de socialdemocracia, esa que trata a los ciudadanos como seres libres y dignos, no como súbditos culpables.