Es una anécdota muy trillada que le ocurrió al filólogo Menéndez Pelayo. Empezó en una conferencia pronunciando el nombre de Shakespeare tal como sonaba en español, o sea, "Cha-ques-pea-re", y todos los allí presente empezaron a reírse presuponiendo que el ilustre filólogo no sabía inglés. Pero es que era muy españolito. ¿Inglés? y pronunció, acto seguido, toda su conferencia en ese idioma, lo que dejó pasmado, seguro, a más de uno de esos "rientes escuchadores". Tendemos a presuponer cosas en vista de las apariencias, y deducimos en consecuencia axiomas que no son tan axiomas, alejándonos con el mismo despropósito de la propia deducción lógica. Cuando alguien dice algo o expresa su opinión, ésta siempre va envuelta por la apariencia que transmite de sí mismo. Da igual que seas el Sócrates de la modernidad, que si vas vestido con harapos, tus sentencias serán tan graciosas como un chiste cualquiera. No me atrevería a decir que eso nos lleva a plantearnos si somos discriminadores por excelencia, pero no nos deja en un buen lugar. Yo mismo he sido en alguna que otra ocasión un "riente escuchador", y aún me cuesta reflexionar "in situ" sobre esas falsas apreciaciones que nos llevan a crear falso parámetros lógicos. La apariencia no tiene nada que ver con el pensamiento, pero para el sistema social en el que vivimos, es primordial. De hecho, en ocasiones creo que sólo vivimos si aparentamos vivir o no si estamos viviendo. La imagen es el engaño y la seducción más virtuosa de la naturaleza, y más, cuando nuestra percepción visual es más engañosa de lo que creemos. El cerebro tiende a terminar lo que ya está empezado, es decir, para él, "el todo siempre es mayor que la suma de sus partes". Pero, para la búsqueda de la felicidad, este axioma socialmente aceptado es totalmente falso.