…en el capítulo anterior
Recorres la Carrera del Darro antes de desembocar al Paseo de los Tristes sin prisa alguna por llegar al Rey Chico, donde la Cecilia tiene puesta casa. Aquel paseo le encantaba a Marisa. Al menos te quedan esos pequeños recuerdos que te acompañan. La tarde está empezando a caer y a refrescar algo. La luz rojiza tiñe las paredes de los edificios y los palacios que se asoman al río desde la Colina, dándole un aspecto como de ensoñación. Casi sin darte cuenta, estás cruzando el puente cuando de repente aparece el Germán, el mozo de cuarenta tacos de almanaque y algo lento de reflejos y entendederas que tiene la Cecilia para atender las necesidades de sus pupilas. Le preguntas dónde está su ama. El tipo te mira sin fiarse, pero finalmente accede. Te anuncia dando voces, que sacan a la dueña de la casa de la habitación en la que estaba reposando.
una mirada velada por la morfina
«Buenas tardes, señor comisario», tanto formalismo en la boca de la Cecilia te suena a cachondeo. El brillo canalla que recordabas en sus ojos ha sido sustituido por una mirada velada por la morfina que no oculta su malicia. «Hasta que por fin decides venir a hacerme una vista», el tuteo ya te suena un poco más natural. Ante tanto jaleo se asoman unas seis chicas con edad similar a la de la muchacha asesinada –algunas puede que menos–, apenas vestidas para llamar la atención de posibles clientes. «Querría hablar contigo», le dices. Un par de palmadas y el público que teníais se desvanece. Pasáis a su salita, indicándote que tomes asiento en un sillón mientras sirve un oporto. «Supe que te marchaste al frente al poco de estallar la guerra», te dice, sentada en el diván después de darle un sorbo corto a su copa. «Llegó el momento de volver», respondes sin muchas ganas de continuar con esa conversación. «También me enteré de…», pero se calla cuando haces un gesto con la mano, porque hay cosas de las que no quieres hablar con cierta gente.
Le muestras el retrato. «Pensaba que habías venido a verme a mí», te reprocha, alargando una mano que toca la tuya. «¿Podrías decirme quién es?», continúas, sin hacer demasiado caso a sus coqueteos de damita lánguida que tantos corazones había roto y que pasados los años daban cierta pena. «¿Crees que conozco a todas las putas de esta ciudad?». Estaba tardando en salir la arrabalera que pone en su sitio al que quiere propasarse con ella. Te encoges de hombros, pero la Cecilia no parece darse por enterada y sigue con su cantinela ofendida: «¿Qué ha hecho ésta para que tengas que buscarla?». «Que yo sepa, no ha hecho nada… al contrario», repones, viéndote obligado a contarle lo poco que sabes, esperando a que reaccione de alguna manera, pero la Cecilia sigue parapetada tras su particular máscara sin dejar entrever ningún signo.
«¡Estás emperrao en colgarme la muerta! ¿Tan mal andas que ahora quieres lo que antes rechazabas?», te responde, devolviéndote el retrato con desprecio. Te inclinas sobre la mesa hasta que casi puedes respirar su aliento. Nunca has pegado a una mujer y pretendes seguir conservando ciertas manías. «No busco sacar tajada de tu negocio. Me da asco y si me da la gana puedo arruinarte», le dices masticando las sílabas. La máscara se le cae y lees en su cara algo parecido al miedo de quien tiene algo que esconder. Muchos saben que en su casa se mueven otras mercancías que poco tienen que ver con otros vicios aparte del de la carne, mucho más caros y lucrativos. «Jamás he visto a esa niña», contesta como si te escupiera veneno, fiel a sí misma.
Carlos Martínez Carrasco
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