Algún día es hoy – @sor_furcia

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Repaso mi lista de pacientes del día, como hago siempre al llegar al trabajo. Siempre son muchos, y siempre sé que acabaré agotada. Pero me encanta mi trabajo y eso no es algo muy habitual en estos días, así que no me quejo. Algunos de los nombres me suenan, ya conozco a esos pacientes y sé en qué consistirá la consulta más o menos. Pero de repente me detengo en uno de ellos. Releo su nombre y apellidos varias veces, los recuerdo perfectamente.

Todos hemos sufrido en la infancia al típico abusón del colegio. Ese mocoso de tu edad que se cree por encima del bien y el mal y que te hace la vida imposible. A ti y a otros tantos pringados como tú a los que no os sale faltar al respeto a los demás ni imponeros a ellos por la fuerza. El típico que te humilla, que hace que tengas pavor a ir al colegio, que te machaca, que te hace llorar de impotencia mientras te preguntas por qué, por qué a ti… Y si no has sufrido al abusón, quizá es que el abusón eras tú. Que es peor.

Pues ahí está él. Mi abusón. Es curioso cómo los amigos que he ido haciendo a lo largo de mi vida adulta van acompañados de un nombre o de un mote cariñoso. Pero a mis compañeros del colegio los recuerdo con nombre y apellidos. Es como una coletilla inseparable. Y ese nombre con esos apellidos son inconfundibles, están grabados a fuego en mi memoria.

Me quedo un rato sentada en mi silla, recordando amargamente todas las perrerías que me hizo sufrir. Aún experimento esos nervios que te hacen sentir un temblor que empieza en el estómago y se extiende por todo el cuerpo. Es miedo. Y es absurdo, porque a día de hoy ya no se lo tengo. Pero es un sentimiento fácil de recordar, sobre todo cuando lo has sentido tantas veces.

Por suerte la vida desde el colegio da muchas vueltas. Hay a muchos compañeros que les pierdes la pista, y otros de los que oyes que les pasó esto o que se metieron en aquello. Y este, en concreto, es uno de los segundos. Siempre escuché rumores, y nunca fueron buenos. Es curioso como, normalmente, el abusón que parece que es el rey del mambo, con el tiempo acaba teniendo una vida difícil, por decirlo de alguna manera; y, sin embargo, los empollones, los pringados, se van labrando poco a poco un futuro y saliendo de ese agujero negro en el que se han visto obligados a esconderse.

En fin, sacudo mi cabeza y decido dejar esos pensamientos y empezar a trabajar. Llamo a un paciente tras otro y les atiendo con la seriedad que me caracteriza como profesional, ya que pienso que es una herramienta necesaria para que me tomen en serio. Para una mujer es complicado hacerse un hueco en urología, un sector mayoritariamente masculino donde huele a testosterona que asusta. Poco a poco voy viendo como avanza mi lista hasta que, por fin, le toca el turno a él. El abusón.

Tardo unos minutos en llamarle. Me cercioro de que tengo la bata bien colocada, el pelo en su sitio, las gafas limpias, la mesa ordenada… Es una tontería, pero quiero lucirme, que vea dónde he llegado. Antes de pronunciar su nombre por el micrófono me aseguro de que la placa con el mío está bien puesta en la mesa, de manera visible desde la silla donde se va a sentar él. Supongo que también recordará mi nombre y apellidos, y de hecho espero que así sea, que me reconozca.

Se abre la puerta y un hombre ya adulto, gordo y con una calvicie incipiente, la atraviesa. Seguramente no le hubiera reconocido por la calle, pero ahora, sabiendo que es él, soy capaz de ver a aquel niño a través de sus ojos. Unos ojos que me escudriñan y que demuestran claramente que sabe quién soy. Pero no dice nada. Ni yo tampoco.

Empiezo la consulta como cualquier otra. Me presento, le saludo dándole la mano, y le pregunto cuáles son sus síntomas, el motivo por el que ha acudido a verme. Le escucho y me doy cuenta de que no es nada malo. Parece un diagnóstico típico de inflamación de la próstata, algo muy molesto pero que no reviste gravedad. En el fondo, no os voy a engañar, me da pena que sea algo tan leve… Me siento mal, pero no puedo evitar sentir una decepción al saber que no se va a morir, o por lo menos no de manera inminente, no de esto. Realmente todavía le guardo mucho rencor. Le odio.

Le explico, con el mayor lujo de detalles escabrosos como puedo, en qué consiste su patología y, aun así, le digo que, para cerciorarnos, necesito hacerle una exploración. Le pido que se acueste en la camilla en posición fetal y que se baje los pantalones y la ropa interior hasta las rodillas. Veo su cara de humillación, las gotas de sudor que comienzan a aparecer en su frente. Le observo y disfruto de la escena, me levanto y me acerco a él por detrás mientras le digo “Igual me equivoco, pero creo que nos conocemos ¿no?”. Él contesta sin mirarme “Sí, me parece que fuimos juntos al colegio”. “Ya me parecía que tu nombre me era familiar… Bueno, ahora relájate y respira hondo”, y me ajusto el guante de látex de forma que la goma golpea bruscamente mi muñeca haciendo que él dé un respingo en la camilla con el ruido.

“A todo cerdo le llega su San Martín -pienso- y tu día ha llegado hoy”, y le penetro bruscamente sin vaselina.

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