El discurso que autojustifica el independentismo catalán se basa en que España no cubre “las legítimas demandas de Cataluña”.
Ese territorio de 32.106,5 kilómetros cuadrados, con 7,5 millones de habitantes encima, es solamente la quinceava parte de los 505.990 kilómetros de todo el país, con sus 46,5 millones de personas.
Si les preguntamos a las regiones españolas en nombre de las que hablan sus políticos dando unos golpes en su superficie: “Escucha, Cataluña, o Andalucía o Extremadura, ¿cómo podemos complacerte?”, oiríamos el silencio, claro.
Si contestaran sus habitantes, a los que los separatistas, y ahora los podemitas de Pablo Manuel Iglesias dicen representar porque son “El Pueblo”, unos desearían carne, otros pescado, pero mañana quizás alternarían sus deseos, y hasta habría veganos.
Ese “Pueblo” o “Gente” vive en un territorio que es parte de otro que suma 14 veces su superficie, cuyos sistemas de supervivencia forman un todo destruido y reconstruido durante siglos con sangre y guerras.
Si ahora se desgaja una de las partes se destruyen todas, y para evitarlo en último extremo habría otra guerra, porque esa es la vieja Ley de la Historia.
Es asombroso que los españoles hayan tolerado en nombre de su tolerancia que algunos catalanes, como algunos vascos, hayan dedicado décadas e ingentes cantidades del presupuesto de todos a iniciar las extirpaciones de partes del cuerpo común.
Ya era hora de que se aplicara el artículo 155 de la Constitución que le permite a un Gobierno con la aprobación del Senado controlar temporalmente un gobierno autónomo infiel para evitar ser mutilado de guerra.
La cobardía del PSOE y del PP, siempre enfrentados, permitió que los separatistas convencieran a una parte de los catalanes que les iba mejor cercenándose.
Es hora de encerrar bisturíes y reforzar y recoser nuestros anticuerpos.
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