Esa noche no pude dormir y salí a caminar por las calles del pueblo. Necesitaba pensar en la gente que había ido a parar al fondo del mar. Ancianas, ancianas como mi madre, sin desprenderse de su calceta. Algún niño molesto por un dolor de muelas. Otra gente que se había pasado la media hora antes del hundimiento quejándose de mareos. Me embargó una sensación muy extraña, que en parte era horror y en parte —es lo más que puedo aproximarme a describirlo— una especie de euforia escalofriante. Que todo saltara por los aires de repente: la igualdad —tengo que decirlo—, la igualdad entre gente como yo y peor que yo y gente como ellos. («Orgullo», pág. 149).Hoy es un día feliz para los amantes de la literatura.