Ariadna se había vuelto loca, no cabía otra explicación, y se había arrancado un dedo, el meñique de la mano izquierda, de un mordisco. Teresa, Tesa en realidad, mucho más corto y fácil de recordar, visitaba a su amiga con la esperanza de ver en ella algún rastro de la mujer fuerte y pragmática que conocía. En vano. Su seguridad había mutado en vacilación y sus firmes convicciones habían desaparecido a favor de una fe nueva y oscura de la que Tesa no había oído hablar jamás. —Diosa desea que difundamos Su credo. Nos ha enviado a ejercer Su ministerio. No podéis mantenerme encerrada. No podréis retenerla para siempre. Cuando Tesa preguntaba quién era esa Diosa desconocida, Ariadna bajaba la cabeza en actitud sumisa y devota. —Solo hay una Diosa. Rezaré para que se perdone tu blasfemia porque no la has visto. Si la conocieras sabrías. No es generosa […]