“Casi preferiría no haberme metido en la madriguera del Conejo…
Y, sin embargo, pese a todo,
¡no se puede negar que este género de vida resulta interesante!”.
Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll
A priori la madriguera es un lugar oscuro, lóbrego, cerrado, a menudo enmarañado de túneles y galerías, un lugar donde esconderse y estar agazapada… Y si nos guiamos por la segunda acepción de “madriguera” que encontramos en el diccionario de la Real Academia Española, ésta es además un “lugar retirado y escondido donde se oculta la gente de mal vivir”.
Osado parece definir así a los personajes que Alicia encontró al colarse por la madriguera, porque para la Alicia de Carroll, y para todas las Alicias cinematográficas que recordamos gracias a la factoría Disney, la madriguera supone la transgresión –igual que lo fuera el encierro en su casa de Amherst (Massachusetts) para Emily Dickinson–, el mundo que contraviene la lógica del status quo de la Inglaterra victoriana de la segunda mitad del siglo XIX, un lugar donde refugiarse, un camino, una frontera, un territorio donde lo ininteligible, la fantasía y la locura transforman el orden social establecido y lo convierten en algo nuevo, libre, en otro mundo posible.
Insólito o no, el “nonsense” del mundo creado por Carroll pone en cuestión nuestras certezas a través del viaje iniciático de Alicia (una de las pocas protagonistas y heroínas femeninas del género fantástico) hacia la alteridad.
El país de las maravillas (y de las posibilidades)
En el prólogo de Luis Maristany que aparece en la edición de Alicia en el país de las maravillas publicada por Random House Mondadori (2010: 8) este escribía lo que sigue: “el país de las maravillas es un mundo al revés y, quizá, alternativo al racional y serio de donde procedía la niña”. Pero este “reino autónomo del absurdo” (2010: 9) constituye a su vez una utopía, el lugar donde el “derecho al delirio” se hace ley.
Eso es para el lector/a o espectador/a el país de las maravillas, pero no lo es para Alicia. Para ella, el país del Sombrero Loco, del Conejo Blanco, del gato de Cheshire, de la Falsa Tortuga y de la Reina de Corazones, a ratos deja de ser un lugar imaginario o un sueño utópico y se convierte así–siguiendo los postulados de Marc Augé– en un no lugar, en un lugar “de paso, de encuentro y de contacto” (Benítez, 2014: 12), como una frontera, una autopista, una sala de espera o un supermercado, pero en el que la niña se relaciona y descubre toda una suerte de posibilidades que le niega su lugar de origen:
“—¿Por qué con M? —dijo Alicia.
—¿Y por qué no? —cortó la Liebre de Marzo” (Carroll, 2010: 89).
De este modo el país de las maravillas suscita nuestra credulidad –al contrario de lo que sostiene Umberto Eco– más allá del “acuerdo ficticio que nos une a las palabras del autor[a]” y de la complicidad como receptores/as del “juego que se nos propone” (Eco, 2013: 436) pues todo lugar que suponga una liberación podría ser nuestro país de las maravillas, nuestra ficción o ilusión vital al más puro estilo del soliloquio de Segismundo[1].
En el país de las maravillas la frontera entre sueño, fantasía y realidad “excede de sus límites y se convierte en una vivencia desde que los mundos distintos se encuentran en un solo lugar” (Benítez, 2014: 10), encarnados aquí en el personaje de Alicia como la unión entre esos mundos.
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