Existe un antiguo barrio en la ciudad de Burgos, algo apartado del casco urbano, que se vertebra en torno a la comarcal BU-800, carretera de Cardeñajimeno. Su nombre, Paseo de los Pisones, alude probablemente a los holgados chalets que, allá por la década de 60 se alineaban a ambos lados de la calzada. Nosotros, críos de 10 años, nos acercábamos desde la calle San Joaquín, cerca del circuito de motocros, en nuestras correrías infantiles y mirábamos con curiosidad las solitarias viviendas, muchas abandonadas, con aquellos patios tan prometedores como lugar de juego y exploración. Inevitablemente llegó el momento en que nos decidimos a saltar la tapia de una de ellas que parecía abandonada y nos dirigimos excitados a curiosear por el interior.
El primer día sólo reconocimos el patio. Entre los restos de antiguos setos y jardineras resecas husmeábamos los suelos, mirábamos por las ventanas y lanzábamos gozosas exclamaciones cuando encontrábamos algún juguete abandonado descolorido por el sol y años a la intemperie. Junto a la tapia había una caseta cuya puerta forzamos. Dentro encontramos lo que, a nuestros ojos, era artefactos fascinantes: recuerdo una vieja radio de válvulas a la que desguazamos y de la que nos llevamos de recuerdo aquellas viejas lámparas que usaban. En un rincón estaba una vieja estufa eléctrica que hoy nadie se atrevería a enchufar. De una de las cajas desenterramos interruptores eléctricos obsoletos, cables acartonados, algún timbre inservible... Entre los montones de botellas (algunas llenas, que no nos atrevimos a probar), había frascos con productos intrigantes: reconocimos por el olor algunas: alcohol, lejía y aguarrás. En los cajones de un viejo armario encontramos cientos de viejas revistas que revolvimos con interés...
Días más tarde volvimos a visitar nuestro chalet (parecía que hubiéramos tomado posesión de aquel lugar y queríamos asegurar su pertenencia). Volvimos a recorrer los mismos lugares, pero sin la novedad y la excitación de la primera vez nos aburrimos pronto. Nos marchamos echando una última mirada a las ventanas a cuyo través se veían amplias habitaciones entarimadas en madera con algunos muebles y enseres desperdigados.
Cuando volvimos ya habíamos decidido asaltar la vieja casona. Elegimos una ventana de la parte trasera y lanzamos una piedra contra los cristales a la altura de la manilla interior. El cristal se rompió en un estruendo amplificado por nuestro miedo. Nos escondimos. Después de un buen rato, volvimos bajo la ventana, izamos al compañero más ligero hasta el poyete y, después de apartar algunos trozos de cristal que aún se sujetaban al marco, éste logró hacer girar la manilla. Empujó la hoja con fuerza pero no se movió: estaba ajustada con fuerza tras hincharse la madera con la humedades de lluvias incontables. Por fin cedió produciendo un alarmante crujido. Nos ayudamos unos a unos a otros hasta que todo el grupo de cuatro amigos estuvo dentro. Luego empezamos a recorrer las habitaciones lanzando apagadas exclamaciones ante cada nuevo descubrimiento. La casa había sido abandonada con cierta urgencia, sin molestarse mucho en recoger o empaquetar bien su contenido, así que había un numeroso ajuar a nuestra disposición. En un librería encontramos cientos de libros que respetamos (sabíamos valorarlos más que ahora). En la cocina aún se alineaban platos y soperas en los armarios y alacenas. En el piso de arriba, bajo el alero del tejado, se abría al sol una galería acristalada hermosísima (pero peligrosa pues estaba expuesta a la vista desde la calle); nos conformamos con visitarla unos segundos. Pasamos varias horas recorriendo todas sus dependencias. Incluso bajamos al oscuro sótano donde se acumulaban enseres de todo tipo, cubiertos de polvo de años. Con la caída del sol nos escurrimos de nuevo por la tapia hasta la calle y regresamos contentos a nuestras casas.
Aquel chalet fue nuestro sitio secreto de reuniones muchas otras veces. Incluso en una ocasión me acerqué yo solo a visitarlo y pasé un buen rato estremecido por el miedo y excitado por el peligro y la soledad.
He vuelto a pasar por allí muchos años después. Aquel viejo chalet ha desaparecido. Sólo queda su recuerdo y constancia en estas líneas. Busco con google en vista satélite trazas de aquel lugar. No quedan rastro de nuestro escondite. Sólo cabe ya buscarlo haciendo arqueología en mis recuerdos.