Es curioso; hay un departamento en cada gran empresa llamado “fidelización”, a veces conocido, en jerga de vejiga marketiniana, como “retenciones”. El funcionamiento interno es así: cuando un cliente, saturado de engaños, promesas incumplidas y desencuentros se quiere marchar aparecen ellos, amables y cordiales, para ofrecer una compensación por las descompensaciones. Los encargados de “fidelizar” viven de cada cliente convencido para quedarse. Son amantes incorpóreos, viviendo al límite de la ruptura sentimental-mercantil. Si sigues conmigo te daré descuentos, tostadoras, un huevo duro… lo que quieras, amor, pero no me dejes, ¡oh!
Algún día un auditor despabilado echará mano de la calculadora y descubrirá que el porcentaje de abandonos se podría solucionar con cuidados diarios. Ése tipo listo con sumas, insumos, restas y restos, plasmará en un informe cómo es más sano —y rentable— cuidar a los clientes ya establecidos, antes que captar a nuevos. Hasta que ese momento llegue, el dicho de “prometer y prometer hasta meter, y una vez metido, nada de lo prometido”, seguirá siendo la razón de ser de los negocios. Salvo bajo amenaza de abandono; entonces llegará el desgarrador “Ne me quitte pas”.
El método anteriormente descrito parece basado en las relaciones. “La fidelidad” del noviazgo sirve para acotar los genitales del/de la churri de turno. Se puede convivir con una persona profundamente boba, insulsa, desagradable y con menos sensibilidad que un tubo de escape. Todo es perdonable si de cintura para abajo se mantiene la exclusividad. Ser leal es firmar un contrato de permanencia, las condiciones son lo de menos. Si todo falla, ya aparecerán rosas, bombones, sesiones de teatro y cesiones de piel. El departamento de “retenciones” del corazón llega tan tarde como el de las empresas.