Alumno con mula

Publicado el 06 septiembre 2016 por Alfredojramos

Al volver sobre mis pasos, siempre encuentro las mismas palabras sonando desde el fondo de un lugar que, a medida que se aleja, cada vez me parece más cercano. Es el pozo que había en mi casa de niño, al que me gustaba tirar piedrecitas, también algún canto gordo, para aguardar el chasquido del agua y los brillos lejanos, y sobre cuyo brocal solía dar voces que no tardaban en regresar cargadas de misterio, como si allí abajo hubiera alguien dormido esperando mis palabras. 
No había ninguna intención extraña en esas niñerías. Tal vez sólo la ilusión de que el mundo no fuera tan tosco ni tan plano como lo que sugería el uso inmediato del agua de aquel pozo, un agua gorda, no muy apta para el consumo humano, tan distinta de la que bebíamos en la aldea gallega, pura delicadeza de frescura y sabor (que el agua se considere insípida, aunque de forma objetiva lo sea, siempre me ha parecido una grosería). 
Ese agua, aparte de para las tan laboriosas tareas higiénicas de entonces, en una sociedad que aún desconocía el uso generalizado de los grifos dentro de las casas, servía para dar de beber al ganado, en concreto a las tres o cuatro decenas de mulas que habitaban las cuadras del gran corralón que se extendía  a lo largo de toda la calle y que eran la ocupación principal de la familia, abuelos, tíos y padre, todos ellos agricultores reconvertidos en tratantes, dedicados al trato de la muletería, actividad que consistía en comprar y vender mulas, incluidos los llamados «machos», también algún caballo o yegua, pero sobre todo caballerías de sexo estéril, aptas para la arada, la trilla, el acarreo y otras tareas propias de aquella sociedad agrícola que ya es pura leyenda. 
Los animales eran traídos desde Galicia, de las ferias de Monterroso y otras, inicialmente en largas caminatas por rutas de trashumancia, con paradas en curros, corrales o establos ya previstos, o en pleno campo abierto. Aunque en los tiempos de los que hablo, lo habitual era el transporte en trenes, estabuladas las acémilas y las demás caballerías en vagones especiales que alguna vez vi descargar en la estación de Eburia.
Al caer la tarde, era habitual que las mulas fueran sacadas de las cuadras en que pasaban la mayor parte del tiempo y en grupos de ocho o diez eran conducidas a la gran pila, alta y alargada, cercana al pozo, que ya había sido llenada de agua y donde era un gusto verlas abrevar, mientras mi padre o mi tío o, más a menudo, uno de aquellos «criados» (así se les llamaba a los mozos de mulas), tan diestros en el manejo de todo lo relacionado con su cuidado, silbaban sin parar una melodía simple y monótona, una especie de gorjeo sostenido que, al parecer, era necesario para que los animales cumplieran de forma más rápida el trámite de saciar su sed. 
De aquellos años aún me llegan a veces, envueltas en imágenes que me sorprenden en el sopor de media tarde o en algún sueño, algunos de aquellos tercos sonidillos que tienen sobre mí, alumno de esas y otras viejas lecciones de un mundo ya desaparecido, el poder de sembrar en mi cabeza una ambigua sensación, extraña mezcla de nostalgia y tristura, de la que sólo consigo librarme bebiendo un gran vaso de agua. Fina y fresca, a ser posible.       
Reata de mulas. Foto de autor desconocido. Tomada de aquí.