Amado

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Por aquel entonces ya vivíamos en Madrid y a la pandilla que teníamos se sumaban, de vez en cuando, algunos chicos de fuera del barrio: aparecían de repente, generalmente de la mano de uno de nosotros, se integraban durante una temporada y desaparecían sin previo aviso.

El caso más raro fue el de Amado. Llegó al barrio una mañana de primavera, quizá en Semana Santa, porque recuerdo que eran días de vacaciones. Lo descubrimos rondando por el parquecito y se lo presentamos a los demás, que estaban haciendo los equipos para un campeonato de minifútbol. Era un poco mayor que nosotros y se veía que andaba errante, huyendo de algo, quizá de sus padres, quizá de la policía. Vestía con un estilo muy macarra: botas camperas, pantalones de campana, camisa con cuello de pico y cazadora de cuero, todo ello muy ajado. Llevaba el pelo largo y sucio y tenía la cara llena de espinillas.

En el bolsillo de la cazadora guardaba una enorme navaja de siete seguros, de esas que hacen rac, rac, rac cuando se abren. Nos la enseñó a los que quisimos verla y nos hizo demostraciones de cómo se abría, de lo cortante que era su filo, que sajaba las hojas sólo con la fuerza de su peso, y de cómo debía manejarse al atacar a otro o al defenderse, dándonos así a entender la clase de chaval que teníamos enfrente. Un detalle que nos llamó la atención a todos, aunque el primero en advertirlo fue Pacote, el más salido de la pandilla, es que andaba permanentemente empalmado, como si llevara otra navaja guardada en el bolsillo del pantalón, que además, como era tan ajustado, no le permitía disimularlo, ni tampoco él parecía darse cuenta del asunto.

No nos dijo de dónde era ni qué hacía por allí, ni nadie se lo preguntó. Nos veía jugar los partidillos sin interesarse por ellos, sentado con los que esperaban turno, charlando con una mesura inesperada de alguien con su apariencia, sin exaltarse, sin amenazar, contando mil aventuras imposibles en un pretérito indefinido que no arrojaba mayor luz sobre él. A mediodía nos preguntó si le podíamos conseguir algo de comida y cada cual le trajo lo que pudo: un bocata de tortilla, unas lonchas de mortadela, una naranja. Con el ocaso refrescó y fuimos tirando para nuestras casas, cansados al final de la jornada, hasta que el último se despidió de Amado. Y a la mañana siguiente, el primero en bajar a comprar el pan o a traer el periódico, lo halló sentado en un banco de la calle, con la ropa un poco más sucia y percudida, que debió pasar la noche en el parque o en algún soportal, en todo caso a la intemperie.

La dudosamente edificante compañía de Amado duró tres días, cuatro a lo sumo, hasta que una mañana ya no estaba. Y eso fue todo: jamás volvió por el barrio ni supimos más de él ni conseguimos enterarnos de su historia y circunstancias, al menos yo no.