Amanece, pero es poco

Publicado el 13 abril 2014 por María Mayayo Vives
Sube por la orilla del canal un sol de primera hora lamiendo el sueño de la ciudad con una primavera que se acomoda en el alma. La luz va lentamente borrando el frío de la noche y, con un silencio atronador, despierta el latido sordo de la soledad. La insensibilidad de un tiempo que no se detiene ante nada se extiende por todo el paisaje. En este momento, la vida se muestra infinitamente frágil y desarreglada. Y existe un vacío intenso para el que no conocemos espacio. Es la dolorosa certeza que deja la muerte después de haber pasado tan cerca.
Cuando la crudeza del último amanecer nos mira tan fijamente a los ojos, la existencia parece sólo un furioso malentendido. Una torpe pirueta de identidad sobre un mundo que se reduce a la calle que habitamos y, a veces, a una habitación de un blanco amargamente sospechoso. La luz completa del día empieza a fundirse con las paredes. Y un olor a anestesia, que no duerme pero lo impregna todo, espera turno.
Hay blancos que apuñalan como el anuncio que son de la oscuridad que esperamos. La claridad de esta mañana se dibuja así, con la nítida evidencia de lo que podía haber sido y será un día. Hoy, nunca sabemos por qué, vuelve a amanecer, pero sabe a poco. Porque somos conscientes de que es esa incertidumbre y el paso incansable de amaneceres como éste lo que nos va matando. Y, sobre todo, porque hay despedidas que nunca nos sentiremos capaces de afrontar.
En días como hoy, duele mirar de frente a la realidad y duele más observarla rodeada de seres incapaces de rendirse a la humanidad. A un lado de esta cama hecha de oscuras convicciones pintadas de blanco, pasa de largo el orgullo maquillado con el carmín de la indiferencia y aprieta el paso fingiendo no haberte clavado el tacón a un suspiro del alma mientras aún tiritas sobre el alambre de la vida. Hay personas que respiran un aire que no se entiende. Obligándonos a comprender, con la misma claridad de esta primera hora del día, ese tipo de verdades que el hombre no defiende ni reclama como propias, pero que lo son. Que, en los momentos decisivos, nada nos pertenece. Que, cuando la vida duele en serio, sólo la sangre llama. Que, cuando la muerte saluda, sólo la sangre entiende.