Una ex azafata y la directora técnica de una universidad viven refugiadas en una cueva en los Alpes para protegerse de los «dolores insoportables» que les producen las ondas electromagnéticas.
Esta noticia fue publicada en un medio de tirada nacional y a uno le suena un poco a cuento chino. Desde el más profundo respeto hacia nuestra propia ignorancia, no caben demasiadas dudas a que vivimos, desde hace ya muchos años, rodeados de ondas electromagnéticas por todas partes y, aunque indudablemente se hayan visto incrementadas con la llegada de los teléfonos móviles, los vecinos de aeropuertos de antaño no se veían afectados por este peculiar proceso, pese a vivir sometidos a una superior densidad de emisiones de radio.
El progreso tiene su precio, como la libertad, y el amarillismo periodístico es uno de los que hemos de pagar para disfrutar la de expresión, que es un bien muy preciado. Hace pocos días, islamistas radicales quemaban una editorial por haber publicado algo ofensivo hacia sus creencias, algo absolutamente razonable desde su punto de vista, pero intolerable en un régimen de libertad y democracia como en el que vivimos. No podemos prescindir de la comunicación a través del móvil, ni de las redes inalámbricas de internet, pero resultaría extremadamente más sencillo hacerlo de ciertos subgrupos extremistas que no resultan necesariamente bienvenidos en una sociedad libre y próspera.