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Amarillo desvaído: “Tenebre”, la retórica del giallo para Ultramundo (el integral)

Publicado el 18 agosto 2011 por Esbilla

Los rigores veraniegos imponen una fuga/saga de reciclajes y apariciones en suplementos foráneos continuada con un artículo sobre las estéticas y devenires del  giallo usando el Tenebre de Dario Argento como excusa. Escrito hace tiempo para Ultramundo y rescatado ahora de modo simultáneo:

El original: critica-de-tenebre-de-dario-argento-por.html

Giallo: color de muerte

Amarillo desvaído: “Tenebre”, la retórica del giallo para Ultramundo (el integral)
“No deja de ser curioso que Tenebre pase por ser la película que echa el cierre al giallo en el año 1982, aunque algunos prefieren poner la fecha en 1980 con la Follia omicida de Riccardo Freda, ya que así algo hay de poético en que sea un film de Argento el último ya que el fue él quien abrió la explotación con modos de filón en 1970 con El pájaro de las plumas de cristal. La realidad es que el subgénero era un cadáver desde un buen puñado de años antes. Con el correr de la década de los 70 se encalleció o se embruteció progresivamente, abotargándose por el camino su fecunda y malsana comunión de lo erótico y lo tanático, su fúlgida colisión entre lo dionisíaco y lo apolíneo, su concepción del thriller como lugar abonado a lo imposible, a lo aberrante.
Reino del delirio estético, de la fiebre por la belleza incluso en el centro mismo de la bestia. Un cine sensorial y abracadabrante que fusionaba, con la perversa sofisticación de lo impremeditado, el sentido lúdico de las películas, el juego cómplice con el espectador y una poética innovadora del horror capaza de plantear verdaderos acantilados mentales. Como la mayoría de los subgéneros, el giallo, el thriller all’italiana, es un lugar de fulgores, de nombres propios capaces de personalizar la fórmula y de hallazgos felices aunque momentáneos en medio de la explotación masiva e indiscriminada de un molde periclitado al poco de nacer. Darío Argento, pese a su desorbitado prestigio no está libre de esto. Centrándonos en el arco cronológico que abarcaría desde el nacimiento del género a principios de los 60 (La muchacha que sabía demasiado en 1962 o Seis mujeres para el asesino en 1964, según se valore la inclusión
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capital del color) hasta este Tenebre, sus aportaciones no conocen el término medio. El pájaro de las plumas de cristal otorga al giallo su forma definitiva, partiendo de Bava (aunque aún sin saquear tanto como lo haría en sus títulos místicos como Suspiria e Inferno, paradójicamente entre lo mejor de su producción aunque estén parcialmente construido sobre hallazgos prestados) estandariza recursos, motivos, tono y estética, desarrollos argumentales, abolición de la lógica y concreción de un nuevo universo narratológico en el cual la sequenza lunga es la principal unidad sintáctica.
A partir de aquí la gran mayoría de giallos evolucionarían (o involucionarían) más bien a partir de la escuela “Argento” con una pequeña porción que continúan el esquema de la morbosidad sexual impuesto por Umberto Lenzi en los 60 y expandido por Sergio Martino en los 70 con sus títulos para la sabrosa Edwige Fenech. Pero esto es otra historia que queda solo apuntada aquí. Sus siguientes aportaciones a la llamada “trilogía zoológica” (los títulos animales, rebuscados y kilométricos hicieron singular fortuna) serán El gato de nueve colas y Cuatro moscas sobre terciopelo gris, a cada cual peor, a cada cual más desangelada. La primera es una añejo krimi ejemplarmente
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soporífero, la segunda, en medio de un historia sin ningún interés muestra, al menos, mayores inquietudes formalistas. Para desgracia de Argento, cuando este firmó la que a la postre sería la obra cumbre de su filmografía y de todo un género, esto es la inagotable Rojo Oscuro en 1975, el aluvión de imitadores había sido y era tal que un trabajo de semejante elaboración y calado pasó totalmente desapercibido. Estilización, abstracción, fetichismo del objeto, subjetivismo radical, pictoricismo viviente, corrupción de cuerpos y espíritus, brutalidad, perversión, abismo… todo lo que Argento tenía latente se expande en este film como la sangre que sugiere su título, espesa, cadenciosa, tibia. Solo con Suspiria volvería a rozar el parnaso. Su obra completa revivirá estos logros mayúsculos solo como breves parpadeos en medio de la nadería, una mirada en Ópera (1987), un detalle en El síndrome de Sthendal (1996), un tren en Non ho sonno (2001)…
Es Rojo Oscuro el film que entierra el giallo (y digo entierra porque muerte se la dio su creador, Mario Bava, en la superlativa Bahía de sangre, auténtica comediadell’arte mortal), lo lleva a sus límites expresivos y lo abandona allí. Pero no marca un momento ni crea escuela porque, como quedó dicho nadie le hizo caso, su suntuosidad estaba pasada de moda. En 1975 se había superado el periodo de formación que abarcaría los años 60 y el de esplendor, localizado brevemente entre el 70 y el 72, cuando calentaban los rescoldos de El pájaro de las plumas de cristal. Son los años del canon y del manierismo pero también los de las “personalidades”, de Luciano Ercoli o del Lucio Fulci más interesante, de las aportaciones de profesionales ajenos como Tessari oValerii, del cine insólito de Luigi Bazzoni, del vicio apuntando lo que
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vendrá de Renato Poselli,etc… y, sobre todo, son los años de la explotación masiva, aquellos en los que el amarillo casi sustituyó a las balas, los de la bonanza industrial de un país y de su cinematografía popular. Entre el 73 y el 75 son los años de la inercia, las producciones cada vez más descuidadas, la avalancha de desnudos, la sanguinolencia cada vez más burda.
Un género nacido por y para el goce estético convertido en una embuchadora cárnica donde muy poco se puede rescatar, apenas un título genial en su cualidad de abstracción sobre la representación y el escenario, la deliciosamente absurda fantasmagoría buñuelesca de Giuseppe BenattiEl asesino ha reservado nueve butacas. El camino de lo fácil, es decir el de la abyección erótica, la burricie violenta y el feísmo rampante, fue el que siguió el género durante su rápida decadencia industrial (a excepción de una mínima corriente retro, a veces más bien rancia, que fue instalándose entre lo resistentes y de la que Tenebre participa en muchos aspectos). En 1977 solo se filman ocho gialli, en 1978 la cifra se reduce a seis, de ahí a las tablas de carnicero de  Fulci con El destripador de Nueva York (1980) solo hay un paso. Italia estaba convulsa, el horror campaba por las calles con especial virulencia desde
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mediados de la década y el polizziesco traducía aquel sentimiento, aquel clima sociopolítico en un cine popular incendiario, enérgico y primario. El público lo prefería y muchos de los directores que cultivaron el giallo con fruición los años anterior ya se había lanzado a por las pistolas y la acción y dejado de lado los cuchillos y el suspense. Aun así se resiste a la inhumación y patalea, bien entre esputos como Giallo a Venezia (Mario Landi 1979), bien entre regresos inesperados como los de Argento con el film aquí tratado o en de Freda con lamencionada arriba Follia homicida, o bien como, ya entrados los 80, una intento de regreso al “clasicismo” de la mano trabajos como Aquarius, dirigida por Michele Soavien 1985 u otro puñado de subproductos de impronta televisiva y direct to video, muy simbólicos, a su manera, de los cambio operados en la industria y en público desde finales de los 70.
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Ese es el contexto en el cual reaparece Dario Argento en 1982, con un film que es, simultáneamente hijo de su tiempo -estética y acabado homologable a cualquier otra realización italiana que quisiera pasar por americana de saldo del momento-anacronismo -la voluntad de volver a explotar un género muerto y hacerlo, además, desde un tono perfectamente anticuado- e intento de manipulación/reflexión alrededor de las convenciones del mismo.
Fascinado por los suburbios romanos construidos durante la época fascista, por su arquitectura racionalista y cercana a los postulados del futurismo, movimiento de vanguardia eminentemente italiano, Argento decide ambientar allí su enésimo regreso a la vida de la mente del artista, a la tortura y desequilibrio que la creatividad pueden provocar. Volvemos por tanto a territorios ya conocidos y de una forma ya conocida. El director trata de emplear el conocimiento que sobre el género tiene almacenado el espectador en su favor, para así levantar un juego metaficcional entre el giallo y el seguidor del giallo, confundiendo al investigador y al verdugo, al creador externo (Dario Argento) y al demiurgo interno (el desquiciado escrito Peter Neal, escindido a su vez entre dos personalidades). La película se atreve, incluso a dialogar consigo misma, haciendo explícita su condición ficticia, juguetona, en los diálogos que mantienen Peter Neal (un gesticulante Anthony Franciosa, escogido en lugar de la primera aspiración de Argento, Christopher
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Walken
 quien sn duda hubiera otorgado otra dimensión maléfica al invento) y el detective Germani (Giuliano Gemma, el único que se salva de entre tanta actuación horrible merced su aplomo y sobriedad), admirador del primero.
En medio de este andamiaje Argento violenta cualquier sentido de la narrativa, del espacio-tiempo cinematográfico, empleando para ello los escenarios estilizados y despersonalizados, los protagonistas-cliché y el absurdo interno del género, intrínsecamente anudado al sinsentido y a la puñalada trapera al espectador, partícipe entusiasta del engaño manifiesto. Siguiendo la lógica gialloesque, es decir la de “el momento”, el arrebato estético-mortal está por encima de todo y la trampa narrativa y la no-explicación se convierten en puerta abierta a la fascinación de lo gratuito, al caos revolviendo el orden. Sabiendo esto no se le podrían poner, honestamente, pegas al calamitoso guión de Tenebre, hasta se puede obviar que la reflexión sobre los límites de la
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representación dentro del género no era ya ninguna novedad en 1982, ni mucho menos. Ya se había practicado antes, y mejor.
 En cualquier caso, si aceptamos el juego, las reglas del juego, tendremos que consentir la acumulación como sustitución de la narración, los personajes torpemente perfilados, los que solo son carne de cuchilla y los que cambian de psicología de un plano a otro sin mayor explicación o peor, con un peregrino batiburrillo psicoanalítico-traumático-fetichista. Lo que nunca se puede aceptar en el giallo es la vulgaridad y este es un film rematadamente vulgar. Argento rueda de la manera más ramplona imaginable dejando, eso sí, gotas de vértigo (un elaborado plano-secuencia rodeando la fachada de una casa, Neal, ya completamente enajenado confundiendo su silueta con la del policía que lo persigue,…) en un mar de ramplonería. La sutileza y la belleza, la elaboración estética del acto de matar (y de morir) son sustituidos por una contundencia brutal, frontal. Desde luego mucho menos estimulante. No solo por los hachazos con los que se despacha a la mitad de las víctimas (en un buen detalle el cambio de arma significa un cambio de asesino) sino por que el montaje y el movimiento suntuoso de la cámara y la importancia sensorial de los colores, son aquí sustituidos por una luz homologable a la de cualquier producción italiana ochentena
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pretendiendo pasar por americana. Un luz gris, aburrida y monocorde (extrañamente responsabilidad de Luciano Tovoli, el cual había hecho maravillas en Suspiria) que desaprovecha algunos buenos interiores e interesante arquitecturas -aunque estas ya habían sido utilizadas con enorme inspiración por Luigi Bazzoni en El día negro, especialmente una casa prácticamente idéntica a la de John Steiner aquí, con la diferencia de que el dominio de las formas y los espacios de Bazzoni , asistido por Storaro, se revela muy superior, no en vano el exiguo director era también arquitecto- por culpa de una puesta en escena falta de verdadera inspiración, cumplidora, como mucho y no siempre. El exceso de montaje corto arruina parcialmente el primer ataque del asesino sobre la bella ladrona interpretada por Ania Pieroni (la Mater Lachrymarum de Inferno), que aun así mantiene una rara turbiedad erótica muy bien subrayada por la morbosidad natural de la intérprete. El asesinato de la lesbianas combina lo mejor, su preparación en incómodo plano subjetivo, y lo peor, su ejecución tan rápida que impide el deleite malsano.Encima Argento se plagia a si mismo y recurre por enésima vez a la rotura de objetos simbólica y a la imagen del cristal y la mujer, lo cual le permite la imagen icónica de rigor: la cabeza, colgando boca abajo de una de las víctimas tras romper cristalera con el foco de atención de un hilo de sangre
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recorriéndole la garganta, el pelo húmedo y los labios separados.
Aquí al menos pervive el destello, en cambio, uno de los momento más injustamente afamados de la cinta, la muerte en la calle, a pleno solo y en público del personaje del editor interpretado (peor que mal) por John Saxon, homenaje quizás a la veinte años anterior y fundacional La muchacha que sabía demasiado, resulta un triste espectáculo de incompetencia (teniendo en cuenta que el director ha sabido ser un fino estilista en otras ocasiones) y autopropaganda. Argento y sus exégetas no se ha cansado de alabar la originalidad y ejecución de este momento, carente en realidad de lo uno y de lo otro. La secuencia no solo remite a otra muy superior del, por otra parte mediocre film de Giuliano Carnimeo Perché quelle strane gocce di sangue sul corpo di Jennifer?, filmado en 1972 a mayor gloria del tipito de (otra vez) Edwige Fenech y de la facha de George Hilton, por entonces algo así como pareja estelar, durante la cual Paola Quattrini era apuñalada en el estómago en el centro de Milán. Sino que está rematadamente mal planificada, adolece de tensión, el plano-contraplano no alimenta el desasosiego, al contrario empuja a la desatención a fuerza de ser reiterativo y monocorde, falto de
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progresión. El montaje sorprende por su torpeza (y más estando a cargo del habitual y otrora magnífico Franco Fraticelli), no existe amenaza, lo que pasa, pasa y ya está.
El trauma de rigor tampoco mejora el invento al desaprovecha su turbador fetichismo, al no lograr encarnarlo ni hacerlo útil y ningún otro símbolo. Los zapatos rojos que en una onírica secuencia sexual penetran oralmente (y metafóricamente) en un simulacro de violación en grupo al protagonista, después de que su portadora se exhiba lujuriosamente en un numerito con reminiscencias a la estética de los Roxy Music o, más precisamente a alguna portada de Scorpions (ítem más: la música, componente cardinal de lo mejor de la filmografía de Argento en
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compañía de I Goblin es aquí, espantosa) no encuentra adecuada correspondencia en el tiempo presente, apareciendo asociados, tan solo al particularmente lamentable personaje de la esposa, interpretado (¿?) por Verónica Lario, ex-señora de Silvio Berlusconi. Este pegote, reconduce el impulso sadiano del protagonista, su adopción de la ley natural como única ley digna del hombre que el algún momento parece apuntarse hacia la sempiterna misoginia del género y hacia un final más cercano a la moda del psycho-killer que al grand guignol, en el cual, además Argento comete la tropelía (solo parcialmente arreglada por el detalle, nuevamente metatextual, de la falsa navaja) de resucitar al villano para un nuevo clímax más sangriento que el anterior y que, inopinadamente, fue reutilizado por Kenneth Branagh para su caprichosa Morir todavía en 1991.”
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