Mediados de los 60 fueron tiempos cambiantes para el thriller y el horror italiano, el gótico declinaba dejando su sitio al vibrante giallo. De esa fricción saltaron chispas tan singulares como esta perla malsana, firmada por el bien poco destacado Mino Guerrini todavía en contrastado blanco y negro (fenomenal trabajo de Alessandro D’Eva, sacando gran partido de las sombras los espacios e incluso la expresividad monocromática del vestuario) y enroscada a una historia con un pie en cada género. Un señorito, hijo de mamá, pierde en un brutal accidente automovilístico a su prometida (la bella Erika Blanc) y simultáneamente la criada de la casa finiquita a su tiránica madre, la consecuencia es que el joven se desquicia por completo y establece una retorcida relación de interdependencia con la sirvienta (Gioia Pascal), la cual, encima, lo desea en secreto. Aficionado a la taxidermia embalsama el cadáver de su amada y lo coloca en el lecho nupcial a estrenar mientras desfoga su psicosis en muchachas de vida alegre a las cuales estrangula entre espasmos orgásmicos junto al susodicho cadáver. Luego el dúo las deshace en ácido. Ahí es nada. Pero, siempre hay un pero, la hermana gemela de la fallecida aparece
Tortuosa y estilizada, comparte con el gótico la pulsión enfermiza de ultratumba, la localización romántica del caserón, la atmósfera densa, opresiva, y el peso del pasado como una maldición. Mientras que se deleita con elementos tan gialloesque como la feroz psicopatía sexual del protagonista (un Franco Nero insólito), el deleite físico en el acto de matar, tanto a mano como mediante la recurrente arma blanca (y fálica), amén de puntuales detalles formales como la cámara subjetiva o la peregrina explicación de la desviación asesina, aquí expuesta en el prólogo y no a modo de corolario, como fue habitual luego. Raptos de Psicosis por aquí y por allá, formidable banda sonora de Francesco de Masi, alternando el arrebato lírico y la caricia jazzistica, y un film quizás atropellado por momentos pero enteramente disfrutable. Curiosamente Mario Bava empleó el elemento de la “novia cadáver” para su reivindicable El diablo se lleva a los muertos (ya repasada aquí) y en 1979 el encallecido Joe D’Amato perpetro un sanguinolento remake bajo el título de Buio Omega.
Obrero de la cámara con puntuales arrebatos de inspiración, genuino resistente, la carrera de Umberto Lenzi atraviesa el cine popular europeo de parte a parte: nacimiento, esplendor, decadencia, muerte y manipulación del cadáver.
Dentro de las muy elásticas fronteras del giallo ofreció, pre-Argento, su alternativa propia en un cuarteto de títulos -tres más uno epigonal: Orgasmo, Cosí dolce, cosí perversa y esta Una droga llamada Helen (Paranoia en el original) forman un corpus prorrogado ya en 1972 con el delirio psicodélico chéz 70’s Spasmo, deliciosamente incongruente inmersión en el espacio interior- de los que puede decirse conforman una de las más importantes corrientes de la orquilla 68/70 (continuada luego según nuevas influencias por, por ejemplo Sergio Martino), aquello que Rubén Lardín llama con mucho acierto el “psico-giallo sexy”. Especie de hijo bastardo y a colores, erotizado al extremo, de Las Diabólicas y los guiones de Jimmy Sangster parala Hammeren paranoicas intrigas conspirativo-familiares como El sabor del miedo (Seth Holt, 1961) o El mundo de los Ashby (Fredie Francis, 1963). Ambición,
Nota al margen: en un momento del film la joven hija de la finada (la preciosa Marina Coffa) expone su teoría sobre el crimen perfecto, que es evidentemente aquel que han llevado a cabo los dos amantes. Otro personaje le contesta que eso está muy bien para los “libri gialli”, no para la vida real. De modo irónico, el género se reconocía a si mismo y hablaba con su pasado inmediato. En 1962 Mario Bava daba salida y carta de naturaleza fundacional al mostrar a Leticia Román leyendo uno de esos libros amarillos al comienzo de La muchacha que sabía demasiado.
Alambicado, simpático y tramposón giallo cortesía del avezado Sergio Martino, como casi siempre en compañía del extraordinario guionista Ernesto Gastaldi, verdadero gigante en la sombra detrás de multitud de títulos memorables y personalidad digna de estudio y reivindicación, y bajo el auspicio productor de su hermano Luciano Martino, otra figura capital en la historia del cinema bis europeo. En este caso una intriga clásica con regusto a Hitchcock (giro a lo Psicosi” requeteutilizado y siempre efectivo inclusive) con tres personajes principales: un investigador de seguros interpretado por el guaperas uruguayo George Hilton, un policía al que representa el gran secundario Alberto de Mendoza (ambos repescados del anterior y memorable trabajo del director del director, la juguetona y erótica La perversa señora Wardh con protagonismo para la sexy miope Edwige Fenech) y finalmente una intrépida reportera personificada por Anita Strindberg. Protagonista que, según Martino, no se conformará con ser el objeto de la violencia sino que reaccionará contra ella intentando desentrañar un misterio cada vez más rocambolesco y sorprendente, en el cual no faltan los latigazos sanguinolentos; la más memorable cuenta con la marmórea Janine Reynaud pasada a cuchillo contra un ventanal.
Durante el esplendor industrial del género (entre 1971 y 1972 se localiza la mayor actividad, superándose la treintena en el segundo caso), de manera harto natural, multitud de directores que pululaban entre los géneros con mayor o menor talento/fortuna se acercaron a intentar lograr su pedacito de pastel. Tan representativo como cualquier otro el arquitecto Paolo Cavara (profesión compartida con el gran Luiggi Bazzoni, por cierto, aunque a este si se le note en la puesta en escena y el gusto por los espacios), cuya mayor celebridad provenía de haber fundado una variante documental (y pronto ficcional) tan particularmente nauseabunda como el Mondo en 1962 através de Mondo Cane, realizada mano a mano con Gualtiero Jacopetti y Franco Prosperi, prolongada a lo largo de la década de los 60 en otros productos de igual pelaje y llegando a ficcionalizar el proceso y reflexionar sobre el material mismo en Ese mundo cruel, ya en 1967.
Tercero y último de los gialli que Ercoli filmó en su corta carrera como director y al igual que los dos anteriores (Días de angustia en 1970 y La muerte camina con tacón alto en 1971) con protagonismo de nuestra preciosa Nieves Navarro, en arte Susan Scott, a la sazón esposa del director/productor. Nuevamente una modelo, profesión esencial del género con todo su carácter de objeto que mirar/manipular, ve o cree ver como se comete un brutal asesinato y a consecuencia de ello acaba metida en medio de un enrevesado complot (tráfico de drogas para la ocasión), donde, claro, nada ni nadie es lo que parece. Pese a su tosquedad general y su horterez puntual este “giallo ma non troppo”, en afortunada definición de Roberto Cueto, presenta suficientes peculiaridades, extensivas en mayor o menor medida a los demás trabajos Ercoli como para tenerlo en cuenta como aportación personal. Frente a la progresiva poética del despiece del género, abstracto y retórico, propone una versión mundana, abierta tanto a la (auto)reflexión involuntaria (los asesinatos son vistos al modo “argentoniano”, pero a su vez están planeados por otros personajes, una suerte de “puesta de escena de la puesta en escena”) como a un humorismo muy italiana, amén de esa heroína histriónica tirando decididamente por la calle de en medio, siempre dentro de una lógica y una estética de bolsilibro
Film setentero hasta la médula (groovy sonoro, demencial diseño de interiores, descabellado vestuario…), fashionista y agradablemente modesto, moderadamente entretenido, incluye una apropiación/homenaje al clásico absoluto de Mario Bava Seis mujeres para el asesino (1964) en ese guantelete empleado para masacrar a un par de bien poco inocentes féminas y deriva hacia la acción en su clímax, donde brilla el físico de hiena y la malignidad pegajosa del gran Luciano Rossi como killer de sempiternas gafas de sol cargado de cuchillos.
Indescriptible giallo-grotesco que no se conforma con un asesino sino que cuenta con tres, nada menos, todos mezclados y agitados (y restregados) dentro de una trama ininteligible, de hecho cada x minutos uno de los personajes explica a otro, y al espectador con el, los pormenores de todo cuanto va pasando, y ni así. Certifica que Polselli no adquiría oficio ni con la edad y reincide en el combinado horroerótico que le proporcionó cierto esplendor allá en el seminal 1960 gracias al primer vampiro italiano, L’amante del vampiro, el cual contenía ya un recital de señoritas en desabillé y sus buenas dosis de erótica y estética sadomaso, ampliada luego en su no menos recalentada I’ll mostro dell’opera (1964). Aclimatando estas personales pulsiones a los rigores del giallo post-Argento, ya en su vertiente más abyecta y destartalada, se levanta de aquella manera una intriga ridícula que encima no perdona el humor, brindado por el entrañable característico Tano Cimarosa.