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Amarillo es el color Vol.2: ¿Qué habéis hecho con Solange? / La notte che Evelyn uscì dalla tomba / El dios de la muerte asesina otra vez / Nude per l’assassino / L’assassino è costretto ad uccidere ancora

Publicado el 22 mayo 2011 por Esbilla

Amarillo es el color Vol.2: ¿Qué habéis hecho con Solange? / La notte che Evelyn uscì dalla tomba / El dios de la muerte asesina otra vez / Nude per l’assassino /  L’assassino è costretto ad uccidere ancora¿Qué habéis hecho con Solange? (Cosa Avete Fatto A Solange?)Massimo Dallamano, 1972, Italia/Alemania

Un giallo de cierta rareza e importante en la evolución del género -o  de los género pues es difícil desligar su éxito del inminente aluvión de títulos sobre jovencitas corrompidas en turbias intrigas de demagógicos poliziotteschi; el mismo Dallamano incidiría en el momentáneo filón con La polizia chiede aiuto (1972) y extendería los peores instintos menoreros a terrenos del floreciente “S” post-Emmanuelle con La fine dell’innocenza (1976) – y una película hasta cierto punto apreciable, lograda incluso pese a numerosas arbitrariedades y a un moralismo ambiguo e incómodo, retorcidamente aleccionador cuando no directamente retrógrado y morboso hasta lo enfermizo. Notable director de fotografía (responsable de las dos primeras partes de “La trilogía del dólar”, ahí es nada), Massimo Dallamano rueda con oficio e inteligencia, apostando por un enfoque que pretende hibridar la todavía caliente veta “argentoniana” (también “baviana”, tal y como certifica el enésimo asesinato por ahogamiento en bañera) con cierto gusto krimi, en clave sombría y un punto rígida. No en vano se intentó dar gato por liebre anunciándola como una adaptación de una novelita de Edgar Wallace. Es de suponer que, co-producción mediante, la idea estaba en explotar el recuerdo de las producciones sesenteras dela Rialto, con el añadido de que el entrañable Joachim Fuchsberger retoma para la ocasión su sempiterno rol de inspector.

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Quizás a esta formación estética del director se pueda achacar el elaborado ambiente opresivo y feísta que respira el film, con una luz deprimente cortesía de Aristide Massaccesi (a.k.a. Joe D’Amato, pringoso perpetrador de mil engendros, desde el “mondo” al porno) muy en consonancia con otra serie de películas de de similar raíz que volvieron mate los brillantes colores del giallo sumergiéndolos en una languidez otoñal que casaba con la mixtura de sordidez y desesperanza de sus propuestas. Una suerte de giallo-depresivo encabezado por magníficos trabajos como El día negro (1971) de Luigi Bazzoni o ¿Quién la ha visto morir? (1972) de Aldo Lado, entre otros. Textura siniestra, pátina húmeda, que en breve Nicolas Roeg secuestraría desde el género bastardo para su Venecia de la absorbente Amenaza en la sombra (1973), en puridad un giallo de qualité.

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A esta brillantez formal (incluida la soberbia banda sonora de Ennio Morricone) cabe añadir lo parsimonioso de su ritmo, sin estridencias ni excesivos manierismos formales que hace todavía más severo el retorcido fetichismo en los crudos y nada exhibicionistas crímenes: la victimas son encontradas atadas y con un cuchillo que atraviesa sus genitales, en una brutalización del acto sexual particularmente perversa.

De esta resbaladiza naturaleza nace lo mejor y lo peor de la película, desde las gotas gruesa de erotismo para mirones, con esa consuetudinaria escenita de ducha a la grotesca caracterización del grupo de amiguitas protagonistas, capaces todas ellas de los mayores vicios y vesanias (ya se sabe, la maldad de los jóvenes) o el mismo personaje de Fabio Testi, alegre cortejador de postadolescentes. Algo solo salvado por su excelente reparto femenino, con la preciosa Cristina Galbó casi volviendo a La residencia (Narciso Ibañez Serrador, 1969) y una Camille Keaton espeluznante como jovencita convertida casi en vegetal después de que sus compañeras la obligaran a someterse a un carnicero aborto, que, a su vez, volvió loco al padre de la misma dedicado desde el momento a masacrarlas una a una.

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La notte che Evelyn uscì dalla tomba. Emilio Miraglia, 1972, Italia

Si con Il terzo occhio hablaba del momento de hibridación entre el gótico italiano y el proto-giallo a mediados de los 60, con este film del hoy injustamente olvidado Miraglia sucede prácticamente lo mismo, al emerger en un inicio de los 70 donde, y prácticamente una década después, la noción de lo gótico estaba siendo resucitada tanto por parte de sus creadores originales -Bava con Gli orrori del castello di Norimberga (1972) o El diablo se lleva a los muertos (1972), Margheriti con La horrible noche del baile de los muertos (1971), Ferroni con la magnífica La noche de los diablos (1972), Freda con Trágica ceremonia en Villa Alexander (1972)- o de nuevos cultores que buscaba una cierta renovación de las desgastadas constantes del giallo -Fernando Di Leo con su demencial y recalentada La bestia uccide a sangue freddo (1971), Giuseppe Benatti en la pirandelliana El asesino ha reservado nueve butacas (1974), el esquivo Francesco Barilli, polanskiano para la ocasión en Il profumo della signora in nero (1974)- o un regreso directo al mismo -la curiosa La mano che nutre la morte (1974) dirigida por Sergio Garrone, autor de ese no menos estrafalario spaghetti gótico que es Il bastardo (1969)-. En el segundo grupo se encuentra Miraglia, director de carrera corta pero sugestiva que abarca lo mismo el policial (aquí se encuadra el que pasa por su mejor film: Assassination (1967). Un thriller con Henry Silva resulta casi invisible por desgracia) que el spaghetti-western en un ignoto film titulado Spara Joe… e così sia! (1971/1972) que al parecer tuvo innumerables problemas de distribución. En todo caso sus dos trabajos más accesible en la actualidad son los localizables en esta frontera intergenérica, más difusa que nunca, mixturas de delirios psicosexuales,

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ambición crematística, pulsiones de ultratumaba, caserones y cuchilladas, complots mundanos y romanticismo ultraterreno: La notte che Evelyn uscì dalla tomba y La dama rossa uccide sette volte (1972), ambas compartiendo prontuario, espíritu y la presencia gélida de Marina Malfatti.

Menos lograda que la segunda (sin por ello significar que ninguna de las dos sea buena) presenta en cambio una mayor insanía goticista y un aspecto tan divertido y chocante como el que el héroe, víctima de un complot para enloquecerle y arrebatarle la fortuna, sea en realidad un psicópata sádico con querencia por torturar y masacrar pelirrojas previo numerito fetichista (por desgracia tan suculento personaje recae en el brasileño Anthony Steffen, prodigio de inexpresividad). Y es que pelirroja era su viuda, pillada por él mismo en flagrante delito carnal y luego fallecida en extrañas circunstancias. Para más tortura un gran cuadro de la difunta preside el salón del decrépito castillo del millonetis y los sucesos extraños (apariciones, muertes brutales, etc…) se sucederán en escalada delirante cuando este se case por segunda vez.

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Por desgracia la cantidad de elementos y las necesidades de construir una atmósfera palpitante que sea capaz de darles impulso exceden por mucho los talentos de Miraglia, que se contenta con dos o tres momentos afortunados y un conjunto que alterna lo funcional con el golpe de zoom, amén de certificar los mal que le sienta a la pulsión gótica la estética hortera de los años 70 (el diseño de interiores y el vestuario solo puede calificarse de incalificable, con nota extra para los saltos de cama de la Malfatti). Por lo demás cuenta con unos cuarenta minutos centrales muy agradables, que saltean mal que bien el refrito de Rebeca y la enésima convocación de algo lejanamente parecido a Las diabólicas con esa suerte de doble velocidad de la trama que menea al espectador entre la desesperanza romántica y el amarillo chillón, cruzando alegremente de un género a otro, más que consiguiendo una síntesis coherente de ambos. Queda la volcánica presencia de Erika Blanc, eso sí, desaprovechada, no podía ser menos, pero exhibida tanto en lúbricos sexy-shows modernetes como en mazmorras repletas de látigos y cadenas, fugada solo en botas de cuero y reaparecida para entregar la imagen más abracadabrante del invento: Marina Malfatti y ella misma agonizantes, arrastrándose entre regueros de sangre por el suelo de una habitación casi blanca al completo mientras el cerebro de todo el plan las contempla con deleite.

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El dios de la muerte asesina otra vez (L’Etrusco uccide ancora). Armando Crispino, 1972, Italia, Alemania

L’etrusco uccide ancora es un ejemplo tan bueno como cualquier otro y mejor que muchos del género en su pináculo industrial post-Argento, durante el cual la dinámica fábrica que era en aquel tiempo la cinematografía italiana se lanzaba a ”giallificar” cualquier argumento (incluso podemos encontrar un microscópico pero delicioso spaghetti-giallo titulado La muerte llega arrastrándose, cortesía de Mario Bianchi en 1972) más o menos susceptible para explotar sin desmayo el filón. Como ya se vio en la primera entrega esto llamó al tajo a multitud de directores sin mayor o menor interés particular en el mismo que con cierta frecuencia dejaron una huella singular (por única y por especial). Entre estos se cuenta Armando Crispino, ignoto para todos excepto para los más recalcitrantes buceadores del cinema bis que compatibilizaba las chapucillas como guionista (su firma aparece en, por ejemplo, Requiescant, filmada en 1967 por el reivindicable Carlo Lizzani y con protagonismo para el gran Lou Castel) con la de director, oficio en el cual se le puede apuntar un film de cierto estatus de rare cult como es ¡Tensión! (1975, Autopsy en su título internacional), con papel principal para la frágil y olvidada belleza Mimsy Farmer. La presente resulta ser una bastante ortodoxa intriga con dudas hasta el último minuto, que apunta cierto ramalazo fantastique finalmente derivado en nada porque la cosa se resuelve por los cauces más cotidianos de la maldad

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humana y los celos, con asesino de psique tortuosa enloquecido por hechos de su infancia. Tema del día: la tempestuosa separación de sus padres; una millonaria de vida alegre y un temperamental director de orquesta, rol este que descansa en el escuálido físico del peculiar secundario John Marley.

Si bien es una lástima que la posibilidad de los sobrenatural no sea más que una engañifa (en base a los asesinatos rituales siguiendo las pinturas aparecidas en unos enterramientos etruscos en Spoleto, se juega con la sugerencia de que algún tipo de dios antiguo haya vuelto a la vida para continuar su misión. Mucho más atractivo ya de entrada.), tampoco se puede desdeñar el resultado global. Conducido con dignidad, pese a una confusa primera parte que puede dar idea de ciertos machetazos de montaje ajenos a Crispino y a cualquier responsable directo de la película, dotado de cierta atmósfera a lo cual no es ajena la magnífica localización llena de ruinas, anfiteatros, callejuelas, palacios decadentes e iglesias a medio reconstruir y finalmente resuelto en un clímax en verdad antológico, estupendamente rodado dentro de una de estas iglesias y que contiene la mejor idea de todo el film y la que mejor puesta en escena resulta

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estar: en mitad de la pelea con el héroe el asesino se contempla en una vidriera medio rota, paralizado se reconoce, agarra un cristal y se lo hunde en el estómago. Su agonía se registra mediante una bella combinación de primerísimos planos y ralentí que eterniza el instante de lucidez y expiación.

Por lo demás cuenta con una historia razonablemente bien tramada, amén de mantener el suspense consigue hacer dudar de la inocencia del protagonista, un arqueólogo alcohólico (como el periodista a soberbia El día negro encarnado en 1971 por el sufridor Franco Nero) de pasado turbio, con actores tan interesante como la canadiense Samantha Eggar, irresistible en El coleccionista (William Wyler, 1965), espeluznante en Cromosoma 3 (David Cronenberg, 1979) o el eternamente desaprovechado Horst Frank (atención a su caracterización de director artístico homosexual, pelirrojo y con rizos). Cuenta, así mismo, con detalles particulares como caso de la ausencia de elementos punzantes/cortantes, prefiriendo el matarife ventilar a su víctimas (parejas retozonas, la moral siempre estricta) con una buena barra de acero. Todo dentro de la corrección, sin fugas al delirio, rupturas de las convenciones narrativas o meandros más malsanos de la cuenta pero también con gusto, con la sensación de ser un producto tratado con cariño más allá de su naturaleza de engordar el negocio. Lo cual deja, por un lado, la agradable sensación de que no nos está tomando el pelo, y por otro la posibilidad de imágenes tan delicadas como los cuerpos momificados que se derrumban como arena al abrir la tumba etrusca que esconde las pinturas.

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Nude per l’assassino, Andrea Bianchi, 1975, Italia

En insuperable definición de los siameses Ramon Freixas & Joan Bassa para ese formidable volumen colectivo que fue El giallo italiano: la oscuridad y la sangre, la involución erótica de la fémina en el género  se sustancia tal que así: “Normalmente son señoras de buen ver, aparentes y mollares, que a lo largo de los años van perdiendo más y más ropa, enfrentadas a la eternidad bien ligeritas de equipaje

Tal cosa la suscribe este ceporro guarrigiallo que diríase cruce entre una necia idea de la ortodoxia genérica con la comedia sexy ya de moda y en la cual se especializaría en breve la voluptuosa Edwige Fenech, burdamente desaprovechada aquí, reconvertida en florero alegremente desnudista, lejos de los espléndidos papeles brindados por Sergio Martino a principios de la década (solo un curioso detalle: de modelo, como fue habitual, ha pasado a fotógrafa). De esa misma comedieta indigente parece fugado (en calzoncillos) Nino Castelnuovo, insufrible y rijoso, empeñado en ser una versión investigadora de Lando Buzzanca.

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Lo cierto es que a la altura de 1975 el giallo sobrevivía industrialmente a golpe de puro exploit y creativamente gracias a mavericks como, por ejemplo, Pupi Avati. Hasta Argento pasaba sin pena ni gloria con su amorosamente bruñido Rojo Oscuro, tal era ya el nivel de saturación. En esa coyuntura el manazas Andrea Bianchi ataca los despojos con el mentado revuelto de restregones al por mayor, empelotamientos a tutiplén y clasicismo argumental descascarillado (por el uso y el abuso): agencia de modelos (que más parece un puticlub), asesino enguantado, acuchillador y subjetivo, castigo de la desviación, galería de sospechosos, víctimas culpables por omisión u comisión, hasta el detalle recurrente de la presencia del agua (y a estudiar; hay que tener en cuenta que ya
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era pieza esencial del impacto de dos de las cintas originarias del fenómeno: Las diabólicas y Psicosis) que en esta ocasión el matarife necesita oír correr para motivarse con el recuerdo de la muerte de su hermana, abandonada en una bañera tras habérsele practicado un aborto “iquinianamente” criminal.

Alcanza holgadamente la categoría de bodrio y apenas deja un detalle estético agradable en el look encuerado y con casco de motorista de la asesina (sí, es una mujer, micropunto este de relativísima originalidad) que ayuda a darle un estilizado toque de fumetti. En todo caso mejor limitarse a escuchar la lúbrica banda sonora de Berto Pisano, esta sí, sensacional.

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L’assassino è costretto ad uccidere ancora (Il ragno). Luigi Cozzi, 1975, Italia

Lo primero que hace preguntarse esta delicia del pronto extraviado en la nadería Luigi Cozzi es por su misma pertenencia genérica al giallo, lo cual a su vez precipita la cuestión clave de si es este un género o más bien un “estado”, Si se “es” giallo o si se “está” giallo. Tomado de un modo estricto sería difícil encuadrarlo dentro del mismo. Prefiriendo la segunda idea, más elástica, Il rago aparece como una especie de vuelta al origen (o al menos a uno de los orígenes posibles), un recuento fascinado y cariñoso, irónico y juguetón del thriller morboso a la italiana, que intenta mirar detrás de la sucesiva creación y recreación de Mario Bava en 1962 (La muchacha que sabía demasiado) y 1964 (Seis mujeres para el asesino) para encontrar la inspiración amarilla primigenia en el auge de la literatura de kiosko o en las traducciones del dúo Boileau-Narcejac o Patricia Highsmith y en, claro está, sus contrapartidas cinematográficas. El de Cozzi es, en última instancia, “bolsicine”. No un manierismo de un género ya cadáver en 1975 (Bava lo ejecutó en 1972 con Bahía de sangre, Martino le realizó la autopsia con Torso en 1973 y Argento animó el cuerpo con Rojo oscuro en 1975) sino una alternativa posible pero fuera de tiempo que toma de igual modo rasgos del giallo estricto como otros

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abiertamente hitchcockianos buscando y encontrando puntos de contacto (la mirada, la identificación morbosa con el asesino), empleando con gracia el guiño autoconsciente (el color amarillo usado con insistencia en los decorados) y los convencionalismos casi necesarios (burgueses mezquinos y ambiciosos, brutalidad sexual, arma blanca…) pero abriéndose a caminos distintos y planteando una intriga consistente y rematadamente ingeniosa en una época en la cual se había alcanzado el límite de la abstracción sobre el género (o sobre la idea del género, que tanto da) a través de cintas como El ojo del laberinto (Mario Caino, 1972), El asesino ha reservado 9 butacas (Guiseppe Benatti, 1974 o, por que no, la fascinante y especialísima Huellas de pisadas en la luna (Luigi Bazzoni, 1974).

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El asunto es una variante maliciosa de Extraños en un tren (1951), donde un arquitecto cuesta abajo y a punto de ser abandonado por su millonaria mujer, asiste al momento en el cual un gélido asesino se deshace de su última víctima, procediendo luego a chantajearle con un trato imposible de rechazar: por una cantidad de dinero y silencio asesinará a su mujer, fingiendo luego un secuestro que el padre de ella pagará. El plan resulta a la perfección hasta que, mientras limpia el lugar del crimen, el coche donde está escondido el cuerpo es robado por una parejita aventurera (el inefable guaperas Alessio Orano y la estupenda Cristina Galbó). Aquí comienza un desespera persecución en la cual Cozzi, de modo malévolo, nos coloca de parte del killer solo para golpearnos luego con la brutalidad de sus acciones: asesina a un ligue del guaperas (Femi Benussi con peluca rubia y poca ropa), da una paliza de muerte al mismo y viola a la chica; una escena soberbia, de gran intensidad y viscosa delectación, muy bien traducida por la Galbó, además.

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Desde luego es un película con múltiples carencias, detalles ingeniosos, soluciones elegantes (el empleo del montaje paralelo), suspense sostenido y hallazgos de todo tipo colisionan frente momentos de dispersión, desequilibrio entre bloques y protagonistas (el personaje de Hilton desaparece hasta el último acto y nunca se desarrolla la, en potencia, fascinante relación con el asesino), esquematismo más que estilización y, principalmente, la sensación palpable de que Cozzi no sabe como terminar su edificio. Claro que gran parte de estas carencias se compensan con otros tantos aciertos, con un convencimiento total en relación a la película que tiene sus representaciones más vigorosas, genuinas, en la espléndida banda sonora de Nando De Luca y en ese asesino inolvidable, magnético, que responde al físico “giacomettiano” de Antoine Saint-John.


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