Amatus-A-um

Por Agora

Amatus, amata, amatum. Las palabras entraron distraídas por el oído y se le asentaron con fuerza en el estómago. Vuelve la profesora de latín, agitando enérgica su melena negra y rizada al compás de las declinaciones, tan regulares como el padrenuestro. Pero los verbos son otra cosa, Sobre todo el verbo “ser”, el más irregular en todas las lenguas, por lo menos en las indoeuropeas. Pero es que ser es azaroso. ¿Qué regularidad puede esperarse cuando se es? Bueno, hay regularidad cuando se dice lo que uno es. Entonces, regularmente, te etiquetan y todos tranquilos. Aunque en español también dependa de si eres callado o estás callado. En el primer caso se supone la permanencia, la insistencia necesaria para poder existir. En el segundo, en cambio, se entiende la transitoriedad, la precariedad inherente a la vida, eso que siempre nos negamos a aceptar. En fin, que conjugar el verbo “ser” propicia los errores.

Amo-as-amare-amavi-amatum. La voz le ha llegado de nuevo con claridad. Amar es un verbo regular, un paradigma, un modelo para conjugar los verbos acabados en -ar. Te amo, me amas, le amaría, si me amase. Perfecto. Fantástico. Por eso el hombre no lo ha olvidado. ¿Quién puede olvidar una conjugación regular, paradigma, modelo?

Con el latín no ha conseguido respuesta, así que el hombre intenta ahora con el español. ¿Cómo se llama, señora? ¿Cómo te llamas, niño? Lo dice con un fuerte acento que no reconozco. Sólo sé que es negro, alto –aunque esté sentado de mala manera en el banco- y de edad indefinida, es decir, que puede ser viejo y no aparentarlo. Me pregunto si será senegalés. Cuando dice cosas en latín, su voz suena culta. Cuando habla en español, la voz se le trastoca, como esos verbos defectivos que nunca se conjugan en primera persona.

Insiste en conjugar el verbo “amo” en alta voz. Un grupo de chicas, sentadas en el banco siguiente, detiene la cháchara y le mira. Las chicas quieren reírse, un loco más de tantos como hay en el Metro. Pero no lo consiguen. Seguramente no saben latín.

Una limpiadora pasa junto al banco donde se sienta el conjugador, recoge unos papeles. El hombre no cesa de preguntarle cosas con voz defectiva. La mujer, molesta, se marcha. El hombre sigue preguntando a los que entran. La voz cada vez más irregular, con menos personas conjugadas. ¿En qué momento perderá un verbo defectivo las personas que le faltan? Y nosotros ¿en qué momento las vamos perdiendo? Hasta ese instante incontrolable en que ya no somos, luego no eres y terminas sin yo ni soy.

Y, sin embargo, “amar” es regular, paradigma de conjugación para los verbos en –ar. Tan fácil. Debería ser tan fácil, tan regular, tan natural. Los niños eso lo entienden enseguida.

Pero este hombre no tiene suerte con los verbos. Sigue preguntando. La gente no contesta, se aparta y se va, en silencio.

Por el altavoz llaman a seguridad. Se abre una de las misteriosas puertas del andén. Sale un segurata. Pasa delante de mí, gritándole al hombre negro que está en el andén de en frente: ¡Qué te calles, coño! Otra vez igual, ¡qué subas arriba de una vez, te digo!

Otro que no sabe latín.

Alma Pagés