Mujer a caballo - Fernando Botero
El caballo trotaba entre las piedras del camino circundante al río. María, orgullosa amazona sobre el corcel, viajaba en sueños de horizontes justos, ignorando al enclenque de su primo Ricardo, que iba a su lado con pies cansados y miedo en el alma; desde que cayó de un potro le temía a las bestias como al Diablo. El sol ardía en las cabezas de los dos jóvenes que paseaban desprevenidos por el valle pincelado con tonos del arcoíris; el ensordecedor golpeteo del agua sobre las piedras imponía el poder de la naturaleza sobre la soledad del lugar. Tenían que llegar a tiempo al siguiente caserío, para comenzar la clase que ella le dictaba a un grupo de adultos analfabetos. Sus estudiantes habían guardado las esperanzas en el baúl de las desilusiones; reunir algunas monedas con el trabajo del campo y que les alcanzara para comer a diario, era lo único que los mantenía de pie frente a la vida. Después de mucho andar, a Ricardo el cuerpo le pedía tregua. Se sentó a un lado del río para liberarse del yugo abrasador de las botas y quedar sumido en el placer del agua fría, que en apurada carrera, masajeaba sus dedos acalorados, mientras María, transpiraba gotas de placer al cabalgar con destreza de jinete alrededor de él. A lo lejos, proveniente del caserío al que ellos se dirigían, venía un hombre de mediana edad, montado sobre un caballo. Nunca lo habían visto por esos lares. Su gruesa contextura y elevada talla, sobresalían entre la extensa llanura del paisaje. Cuando se acercó a María, disminuyó la marcha, no habló; con las pupilas dilatadas la miró con detenimiento, sin reservas, detalló cada una de las partes de su cuerpo y pasando la lengua por los labios, fijó los ojos en sus pezones turgentes. Ella, cual liebre acorralada por un puma, se alejó de él. Buscó a Ricardo y le pidió que se marcharan. Él calzó sus zapatos y caminó con paso ligero al lado de su prima. El hombre permaneció un rato quieto, observándolos, y luego, sin pronunciar palabra, reinició el trote y se alejó hasta desdibujarse a través del confín de la llanada. María, a quien la intuición le indicaba que debía mantenerse alerta, cada tanto volteaba la cabeza para mirar hacia el camino y asegurarse de que no fuesen seguidos. Gruesas gotas de sudor bajaban por sus caras y cuerpos; cansados, se detuvieron a beber agua. Habían avanzado un largo trecho y se sentían a salvo, cuando, de forma inesperada, escucharon a los lejos, tras sus espaldas, un relinche. Giraron sus cabezas y vieron un corcel que corría hasta casi desbocarse y sobre él, al hombre. María con la voz entrecortada le pidió a Ricardo que se montara con ella en el caballo. Él se negaba, su coraje yacía junto al potro que lo tumbó. Ella enfurecida exclamó: - ¡Por favor, Ricardo, sube ya!, ese hombre viene tras nosotros.
Con el alma desvanecida en las piernas, se montó y abrazó a su prima. Con arrojo, ella sujetó las riendas del animal y lo echó a andar, con tal fuerza que galoparon sin detenerse hasta confundirse con el polvo de la senda y desaparecer.