Como padres animamos a nuestros hijos a pensar “a lo grande”, a no poner límites a sus sueños, a perseguir sus ideales, a plantearse retos… a ser ambiciosos. Pero ambición es un término ambiguo dotado de una dualidad que oscila entre lo positivo y lo negativo.
La escala de la ambición incluiría:
- La ausencia de ambición: Es el conformismo, la falta de cuestionamiento y de objetivos vitales más allá del placentero status quo.
- La ambición sana: Nos dirige hacía metas lógicas, aceptables y alcanzables. Siendo la vacuna contra la resignación.
- La ambición patológica: Es el afán obsesivo por la consecución de metas cada vez más inalcanzables, llegando a condicionar la conducta y los pensamientos del individuo. Este deseo de conseguir más puede llevar a la persona a traicionar su honestidad e integridad.
Tendemos a pensar que las personas con mucha ambición tendrán vidas más plenas de experiencias, serán más exitosos y felices. Pero un estudio de la Universidad de Notre Dame liderado por el profesor Timothy Judge descubrió que sus vidas eran menos felices y más cortas.
El gran esfuerzo que las personas ambiciosas invertían en su faceta profesional parecía ser inversamente proporcional a su vida personal: “Quizá todo lo que apuestan en sus carreras afecta los factores que mejoran la expectativa de vida, como las conductas saludables, las relaciones estables y las redes sociales profundas. La ambición tiene sus costos”.
El truco estaría entonces en lograr el punto medio que equilibre la balanza entre la sana ambición y la adictiva codicia. Marcarnos un objetivo alcanzable, perseguirlo con tesón y perseverancia hasta su consecución dándonos el tiempo necesario para saborear la satisfacción de haberlo logrado. La medida del éxito cambiará de esta forma su foco de lo material a la satisfacción personal.