Ambulante 2013/VI

Publicado el 16 febrero 2013 por Diezmartinez

La Reina de Versalles (The Queen of Versailles, EU, 2012), segundo largometraje de la documentalista Lauren Greenfield (opera prima Thin/2006, no vista por mí), es un filme que provoca sentimientos encontrados. Durante la primera media hora, la sensación de molestia y asombro aumenta ante los excesos que se muestran en pantalla: el septuagenario magnate de los tiempos compartidos David Siegel y su cuarentona mujer neumática y en botox Jacqueline -la Reina de Versalles del título- viven en Orlando en un caserón de 26 mil metros cuadrados, presumen estar construyendo la más grande casa en toda América -90 mil metros cuadrados-, han comprado 5 millones de dólares en mármol para adornarla y dicen gastar su enorme fortuna en lo que quieren, pues con 28 hoteles de tiempo compartido en 11 estados de la Unión Americana, a Siegel le sobra el dinero. También, por cierto, a los dos les sobran los hijos -ocho en total, más los hijos de Siegel en sus dos anteriores matrimonios- y los perros falderos, vivos y muertos.  Pero después de media hora, este desfile de excesos consumistas se transforma en otra cosa: en septiembre de 2008 empieza la crisis inmobiliaria/bancaria en Estados Unidos y la fantasía de vivir como ricos -que es lo que se vende en los Westgate Resorts de Siegel- se va al caño. Sin dinero para prestar en los bancos, no hay clientes para los tiempos compartidos y los proyectos faraónicos de Siegel empiezan a resquebrajarse: no sólo el "hogar" de 90 mil metros cuadrados -intento de reproducción naquísima del Versalles auténtico- será abandonado, sino la inmensa torre Westage construida en Las Vegas tendrá que cerrar sus puertas. Muy pronto, los pobres Siegel ricos estarán conviertiéndose en pobres Siegel pobres. Incluso, Jacqueline y familia viajarán ¡horror de horrores! en avión comercial y rentarán un auto ¡que no tiene chofer! La molestia de la primera parte se transforma, poco a poco, si no en conmiseración -lo siento: se me dificulta la solidaridad con los multimillonarios venidos a menos-, sí en comprensión y, hasta cierto punto, en simpatía. El anciano gruñón Siegel se queja frente a cámara que su mujer no es de gran ayuda -"es como estar criando otra hija"- y, la verdad sea dicha, uno tiene que estar de acuerdo con él. Sin embargo, ¿cómo reprocharle algo a esa exhuberante mujer siempre echada pa' delante (pun intended) que trata de hacer (¡cositas, ella!) una cena familiar, navegar a todo ese plebero regado por la casa y seguir conservándose atractiva para que a sus 40 años no la cambien por dos de a 20? Hay algo de morbosamente admirable en esta ingeniera, exMiss Florida y, ahora, empobrecida esposa confundida de un magnate en problemas.  La directora Lauren Greenfield coloca la cámara frente a sus personajes, los sigue a todas partes y los deja hablar, para bien, para mal, para peor. Hasta donde entiendo, Siegel ha demandado a la directora por "difamación" pero, ¿quién la dejó entrar hasta la cocina? Siegel debería demandar al destino, en todo caso. Y a su locuaz mujer, de pasada.