Amigos de la infancia

Por Cayetano

Antonio y Luis iban al mismo colegio y vivían en la misma calle. Ya desde que eran unos adolescentes les preguntaban si eran hermanos. Tenían cierto aire, un parecido razonable. Los dos  eran de rostro anguloso, nariz aguileña, complexión delgada, pelo lacio moderadamente largo de color castaño… Cuando se volvieron a ver después de tanto tiempo mantenían ese parecido. Fue en Madrid. Se encontraron casualmente en una cafetería. Les dio cierta alegría el encuentro. Se sentaron en una mesa para tomarse un café y charlar un rato. Luis estaba en la capital por un asunto de negocios.Era un importante socio de una empresa puntera en el sector de las telecomunicaciones.Se hospedaba en un hotel del centro de la ciudad. —Mira que es casualidad, con lo grande que es Madrid y coincidir el mismo día, a la misma hora y en la misma cafetería —decía Luis. —Sí ­—replicó Antonio—. Ni adrede hubiéramos acertado en el encuentro. —Cuéntame cómo te va —preguntó Luis. Antonio le contó una película muy alejada de la realidad. Le dijo que también estaba de paso, que se hospedaba en la casa de un amigo y que había venido simplemente a hacer turismo. En un par de días regresaría a Talavera, lugar donde ahora residía tras abandonar el pueblo hacía ya unos veinte años. No le contó que realmente vivía en Madrid,que no tenía oficio ni beneficioy que su principal ocupación era la estafa inmobiliaria a base de pillar incautos a los que les ofrecía una estupenda vivienda en alquiler a buen precio y según fotos a cambio de adelantar una pequeña señalen metálico y en mano, dinero que no volvían a ver. Por eso, cuando Luis le contó que iba a asistir a una reunión con gente a la que no había visto nunca, que iba a recibir allí mismo una cantidad importante tras la firma de un acuerdo,como anticipo en “B” de futuros negocios y que después se volvería a casa, a Antonio los ojos le hicieron chiribitas y enseguida comenzó a maquinar un plan. —Podríamos comer juntos. ¿Tendrás tiempo? —Sí, la reunión no es hasta esta tarde a eso de las cuatro —respondió Luis—. Ahora me voy para el hotel, que tengo que redactar un documento, me doy una ducha, me cambio de camisa, cojo la tarjeta acreditativa, comemos y hasta nos da tiempo para tomarnos un café. —¿Dónde tienes la reunión? —preguntó Antonio con un tono que pretendía ser inocente y desinteresado. —Pues muy cerquita de aquí. En el número siete de la calle del Pez, en el despacho de Arteaga S. L. —Ah, pues muy bien. Si quieres hasta te acompaño. —Genial. Busca tú que tienes más tiempo un lugar para comer y a eso de la una y media me das un toque. Dime tu teléfono y te hago una perdida para que tengas el mío. Y Antonio le dictó su número mientras Luis lo fue tecleando para que quedara registrado en su móvil. A continuación este le hizo una llamada para que también lo tuviera Antonio. Luego se despidieron. A  eso de la una y treinta y cinco sonó el teléfono de Luis.  —¿Cómo vas? —preguntó Antonio.  —Todo terminado. Meto en un pendrive el texto, me ducho, me cambio y en menos de media hora  estoy saliendo por la puerta. ¿Dónde quieres que quedemos?  —Mira. Hay un restaurante italiano muy bueno cerca de donde tienes la reunión. Es lioso explicártelo por teléfono. Está en una callejuela poco visible. Mejor quedamos en la puerta de la cafetería de esta mañana y vamos desde allí andando, queda cerca.   —Perfecto. ¿Te viene bien a las dos y media?   —Me viene genial.   —Pues hasta entonces. Lo que Luis desconocía es que su amigo de tiempos juveniles tenía la intención clara de deshacerse de él en cuanto acabara la reunión. Por eso, tras comer, le acompañó hasta el lugar indicado e insistió en esperarle hasta que saliera. Cuando salió, tampoco le extrañó que su amigo le invitara a tomar un café y que se internaran por calles estrechas y poco transitadas. No se esperaba tampoco el golpe que recibió en la cabeza con algo contundente, posiblemente metálico, que le abrió el cráneo y le produjo una hemorragia que terminó con su vida. Ni se percató, ya tirado por el suelo y totalmente inerte en un charco de sangre, de que su amigo de la adolescencia le arrebatara la documentación, la tarjeta acreditativa,  el pendrive y el maletín donde guardaba un abultado sobre con cuarenta mil euros en billetes grandes.