Comienza la decimoséptima temporada del Palau de Les Arts y como hace muchos años, mi amor por la Ópera ya no es enamoramiento, algo que en casi todo de la vida viene a ser normal.
Aprovechando la reciente publicación de mi último libro... “De entre los vivos”, quiero reproducir parte del texto de Paul Valéry que elegí para que lo viniera a encabezar: “Es el elemento desconocido el que da valor de infinito a cualquier objeto de que se trate, viviente o no”.
Y es que gran parte del enamoramiento pasional que en el incipiente aficionado provoca el descubrimiento de la Ópera, parte del misterio que encierra su novedosa complejidad (musical, vocal, teatral, etc.) y que, para el veterano, el transcurso del tiempo logra desentrañar. El sentido reverencial con que acudía a mis primeras representaciones líricas hace cuarenta años ya no es tal, viviendo ahora un amor sereno que los emparejados de larga duración estoy seguro comprenderán. Así, encaro una nueva temporada en Les Arts con la expectación de quien ya sabe que los milagros no existen, pero que no se resigna a que en algún momento se puedan dar.
Ese momento no fue el estreno ayer de “Anna Bolena” (G. Donizetti-1830), pese a su alto nivel de calidad general. Lo mejor sin duda fue la escenografía, vestuario, iluminación y coreografía (bajo la dirección general de Jetske Mijnssen), que en modo alguno interfirieron con la obra musical, algo que no suele ser respetado en la actualidad. Elegancia y simplicidad pueden definir lo visto, cuya plasticidad pictórica convertía cada número en una postal de esas en las que ningún color busca destacar y todo se muestra equilibrado para no incomodar. Un fondo corredero que no parecía tener final, añadía y eliminaba unas puertas sobredimensionadas para cambiar de estancias la acción, pero sin tenerlas que cambiar. Además, hasta casi el final todo sucedió en una caja escénica muy reducida por su escasa profundidad, el sueño de cualquier cantante en su búsqueda por proyectar la voz al frente para traspasar el muro que la orquesta interpone en su camino hasta el oído del público en general.
Junto con lo anterior, la Orquesta de la Comunitat Valenciana y el Coro de la Generalitat Valenciana brillaron como siempre y esta infalible continuidad corre el riesgo de no valorarse, diluyendo su extraordinario mérito por tratarse de algo ya habitual. No olvidemos que, de todos los componentes de éxito de una producción operística, son estos dos los únicos que puede controlar un teatro estable, por lo que garantizar su calidad deja menos margen a la eterna lotería del resultado final.
Si “Anna Bolena” es bel canto, resulta principal contar con voces adecuadas para no naufragar. Solo Eleonora Buratto estuvo a la altura de una partitura y un estilo que exige lo más. Armada de una sólida voz natural, defendió con sobresaliente este personaje infernal en el que debutaba, aunque esto le obligó a estar muy pendiente de la técnica, algo que con el tiempo solventará para mejorar su componente emocional. En un escalón inferior, aunque notables, se encontraron el Enrique VIII de Alex Esposito y la Giovanna Seymour de Silvia Tro Santafé, que cantaron bien pero sin destacar. El primero, aquejado del mal del bajo actual, que es su limitada versatilidad, lo que aplana las interpretaciones disminuyendo la expresividad. En cuanto a Tro, hay que mencionar el error de casting al juntarla con Buratto, dos voces con escasa diferenciación en el registro, como así se demostró en el dúo del comienzo del segundo acto. Y es que la valenciana es una mezzosoprano ligera, cuya altura musical se encuentra muy cercana a la soprano dramática de coloratura, tesitura que a Buratto no le cuesta alcanzar. Además, no fue el día de Ismael Jordi (o quizás su ajuste al papel de Lord Percy), que solo se mostró seguro en el pasaje central, pero que falseteó en los numerosos agudos con la consecuente pérdida de sonoridad. Cuando, en su presentación de la temporada, Ramón Gener nos lo mostró cantando el célebre “México” de la opereta “El cantor de México”, la comparación con Luis Mariano en nada le vino a beneficiar.
“Anna Bolena” no es una ópera del primer repertorio, es verdad, pero lo es de un compositor muy popular, con un libreto bien construido y una música de contrastada calidad que mereció, al menos en el estreno (de la obra y de la temporada), un lleno total. Los presentes, que si eran muchos, aplaudieron a rabiar y sea por criterio propio o por contaminación emocional, es suficiente para asegurar que fue un éxito total.
Tras la representación, el destino nos ofreció una sorpresa de guion pues, al igual que Anna Bolena, los que acudimos en vehículo particular nos vimos presos, si bien aquí por mor de una competición atlética nocturna que tenía cortada la circulación alrededor de Les Arts y que nos obligó a esperar el paso de una interminable fila de corredores (yo lo soy) aunque, a diferencia de la reina decapitada, sin riesgo para nuestra integridad corporal...
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Aunque en registro monoaural (remasterizado por Warner Classics), la “Anna Bolena” de Maria Callas y Giulietta Simionato (grabada el 14 de abril de 1957 en la Scala de Milán, con escenografía de Luchino Visconti y bajo la batuta de Gianandrea Gavazzeni) es imbatible en lo vocal.
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