Safo y Faón, Jacques-Louis David. Paris, 1809
Sufre mis desigualdades y ámame siempre
“Desgraciadamente hay en mí estas dos naturalezas poderosas del poeta y de la mujer: hay en mí idealismo bastante para vivir toda la vida de un suspiro de tu amor, y bastante sangre para agotar en un momento todo tu amor y el mío”
Gertrudis Gómez de Avellaneda
La epístola que publicamos hoy no contendrá un estudio previo porque desde nuestro punto de vista no será necesario. La carta habla por sí sola. Todo en ella está dicho. Nada más es posible agregar a una correspondencia que en su conjunto no se ha tenido demasiado en cuenta, yo diría que no se ha tenido en cuenta, como casi todo en Gertrudis Gómez de Avellaneda. Desde Safo, ninguna como ella, ninguna, ha logrado un lirismo tan alto, un manejo del lenguaje tal; una pluma tan atrevida, extremadamente avanzada, con una maestría en el arte de amar capaz de paralizar corazones, aún en nuestros días.La transcripción de estas cartas, no vueltas a publicar desde su descubrimiento en 1975 por José Priego Fernández del Campo, es un regalo de nuestro blog La divina Tula (especialmente dedicadas a Edith, Carmen, Isabel y Rosa) y de la Asociación Cultural y Literaria “La Avellaneda” para todos los lectores amantes de la poesía en el bicentenario del nacimiento de la, posiblemente, mayor poetisa y poeta decimonónica de toda hispanoamérica.
Manuel Lorenzo Abdalahttp://www.ladivinatula.blogspot.com
Carta Nº 15.Día 5 de Mayo [viernes].
Querido Antonio, parece que no tienes ni chispa de impaciencia por repetir tu visita a Eloísa. Nada me dices de eso; nada de vernos. Acaso haces bien: creo que el comunicarnos por cartas tiene grandes ventajas, bien examinado. Por mi parte, aunque se me hacen muy largos los días, privada de tu presencia, con todo, conozco que más bien nos conviene que nos daña esta lejanía, que no me impide saber tus pensamientos y comunicarte los míos. El amor, ese tirano insaciable que con nada se da por satisfecho, sabe ser también un niño dócil y hasta pueril, que se entretiene con cualquier cosa y se alegra y se reputa dichoso. He deseado algunas veces que Armand hubiese continuado siendo por largo tiempo mi invisible caballero; que solo su pensamiento hubiese llegado a mí, siempre envuelto en esas nubes de rosa del misterio, como la eterna promesa de una felicidad nunca poseída pero incesantemente esperada. Al adquirir una forma, y un carácter determinado, mi fantástico caballero se ha hecho amar mucho, sí, ciertamente ¡mucho! pero es indudable que lo que ahora me inspira es un sentimiento agitador y doloroso; mientras que todo era dulce, tranquilo, ideal en lo que experimentaba por mí Armand.
Sin pensarlo, amigo mío, he contestado a la pregunta que me haces en tu carta de ayer. Si, Antonio, yo te amo, eso es una verdad: pero quieres también que te explique cómo te amo y eso lo expresaré mejor cuando no quiera que cuando de intento me ponga a definirlo. Te amo, a lo que entiendo de varios modos, y eso es lo que me disgusta: si te amase de uno solo ambos seriamos más felices y nos entenderíamos mejor. Te amo cuando no te veo, cuando no te escucho, cuando solo llegan a mí tus cartas y no te veo más que en mi corazón, te amo entonces con un afecto en que gozo; con un afecto que me engrandece a mis propios ojos: Siento en tales instantes que aunque fueras viejo, de fea figura, despreciable para todas las mujeres, serías bello para mí por tu alma; joven por tu amor. Siento que mi corazón noble y puro se lanza al tuyo por un movimiento de santa confianza y casta simpatía, y que nos unimos con un vínculo sin nombre, pero augusto, indisoluble, eterno: por aquel consorcio de las inteligencias que he deseado tanto conocer y que no he visto jamás. Entonces, Antonio, no dudo de ti, ni de mí: entonces no te llamo esposo porque no encuentro nombre que darte en el lenguaje humano: entonces eres para mí la esperanza, que es lo único grande que puede gozar el hombre: entonces respiro contigo en una atmósfera tan pura, tan embalsamada, tan suave, que me parece imposible la puedan surcar jamás las pasiones terrenales. He aquí cómo te amo algunas veces; como quisiera amarte para siempre; como debo amarte si aspiro a ser feliz por el amor. Pero desgraciadamente en mí organización desventurada todos los terrenos se tocan: cuando te veo cuando te oigo, cuando respiro tu aliento, cuando me haces una caricia, me arrancas súbitamente de mi región encantada, me haces desear delicias terrenales, me das fiebre, Antonio, una fiebre tal que quedo enferma por muchas horas; me transformas en una mujer vulgarísima, me haces avergonzar de mi misma y de la flaca naturaleza humana… en fin, te amo entonces con un amor tan violento como receloso, tan ambicioso como impotente: con un amor que logrando cuanto anhela no sería feliz; que dándolo todo no daría nada. Sí, te amo entonces con pasión pero con cólera contra ti y contra mí, y contra la naturaleza: te amo dudando de tu corazón y del mío, porque en tales momentos me parece muy dudoso que sea algo eso que llamamos corazón: en esos momentos, querido mío, me pregunto con pavura si es cierto que el hombre está llamado a más alto destino que el que ve en el bruto; si no ha nacido, lo mismo que este, para multiplicarse y morir… me parece entonces que lo que llamamos alma, sentimiento, idea, acaso no son en suma sino seducciones que emplea la pícara naturaleza material para llevarnos ciegos a cumplir sus leyes: esas leyes que el bruto obedece por instinto y que el animal pensador cumple más fatalmente todavía, arrastrado por la esperanza de un bien mentiroso, irrealizable.
¡Oh! No sabré nunca explicarte lo que yo veo y siento y juzgo en estas cosas: no podré por más que diga hacerte comprender la lucha que hay entre mi orgullo de inteligencia y mi naturaleza de mujer apasionada: no se definen estas cosas, Antonio: se sienten, no se pintan ¿Quieres saber cómo te amo…? Como tú quieras: esta es la verdad. Con un afecto que no puede darte ninguna otra mujer; con la ternura y un idealismo infinito; con una felicidad íntima y duradera… y también puedo amarte como Safo a Faón: también puedo como ella.
Ante mis ojos desaparece el mundoY por mis venas circular ligeroEl fuego siento de placer profundo…Trémula, en vano resistirte quiero,De ardiente llanto mi mejilla inundo,Deliro, gozo, te bendigo, y muero!
¡Oh! ¡Sí! Desgraciadamente hay en mí estas dos naturalezas poderosas del poeta y de la mujer: hay en mí idealismo bastante para vivir toda la vida de un suspiro de tu amor, y bastante sangre para agotar en un momento todo tu amor y el mío. Desgraciadamente también has tenido el poder de despertar a la vez ambas naturalezas y se empeñan en una lucha cuyo éxito ignoro. En los momentos en que la victoria se inclina por la naturaleza ideal, entonces es cuando te amo con fe, en ti y en mí; cuando creo que seré feliz y me hallo digna de serlo. En los momentos en que gana terreno la naturaleza terrestre, entonces es cuando te amo dudando, cuando temo que no podamos querernos ni estimarnos largo tiempo; cuando me desprecio a mí misma al mismo tiempo que se revela mi insensato orgullo contra el fallo de mi propia conciencia: entonces sufro, y te hago sufrir, y soy caprichosa, y desigual, y llena de inconsecuencias. Entonces me parece que ha sido ridículo todo mi idealismo de poeta, puesto que había de parar por donde comienza el instinto de la bestia. Y sin embargo, en medio de aquellas tempestades del alma, que se venga tan cruelmente, en mí, de los momentáneos triunfos de mi otra naturaleza terrestre, sucede que te amo locamente y te llamo mon homme, y me parece en aquel instante que no hay dicha mayor que ser tuya de todos modos; tuya por todos los vínculos posibles. Una hora después, por cuanto existe en el orbe, no querría que se me cumpliese semejante deseo: por cuanto hay no querría que me uniesen a ti lazos vulgares, fuese cualquiera su nombre: no querría dar un destino vulgar a este hermoso sueño que encanta a mi alma: a esta página de mi vida en que has escrito con rasgos originales y nuevos el nombre de Armand; de Antonio. Pero otra hora después vuelvo a verte y entonces… entonces digo que solo Dios se puede amar en su esencia incomprensible; que tú eres mi amante, mi esposo, que mi idealismo es una locura, una profanación… que la felicidad del amor está en tus brazos y no en mis sueños: entonces, Antonio, quisiera inventar lazos todavía más estrechos que los que conocemos, y más corpóreos, y más sensibles para ligarme a ti con todos ellos. De todos modos te amo: yo no sé de mi corazón más de lo que te digo: te lo juro, Antonio. ¿Me harás feliz? No lo sé. ¿Lo soy ahora? No; estoy muy disgustada conmigo misma y de rechazo contigo también. ¿Está en tu mano terminar mis disgustos? Creo que no, por ahora al menos: ¿estará después? Es muy probable. ¿De qué modo…? Casi no lo alcanzo. Lo único que veo claro es que te quiero, que si sabes no excitar en mí estas luchas, mi amor puede hacerme mucho bien: que si te gozas en matar mi idealismo, acaso luego querrás en balde hacerlo renacer. Sí; tengo un poder terrible sobre mi corazón; es mi orgullo: respétalo siempre, Antonio: no me digas jamás una sola palabra que me haga sospechar que me crees flaca y esclava de mis pasiones: con solo eso me harías fuerte, me harías invencible; pero ¡ah! ¿Viviría mi amor después de haber sido una vez violentamente ahogado? –Basta de esto para siempre, amigo mío: te suplico que volvamos a ser por algunos días Armand y Gertrudis: escríbeme como entonces: veme o no me veas, según te parezca conveniente: te dejo dueño absoluto de tu conducta en este punto. Recibiré tus cartas con placer íntimo: te veré con felicidad siempre que quieras; pero ni te exijo que dediques algún rato cada día a hablar con tu amiga, ni me quejaré si dejas de verme más o menos tiempo. Sé libre, Antonio mío, sé siempre libre en tus relaciones conmigo, y cree que aunque tan celosa, tan exigente, tan inconstante en mi carácter, soy bastante firme en mis sentimientos, y no decaerá mi amor mientras tú seas noble, bueno, sincero, leal, aunque seas menos apasionado si así lo crees conveniente. ¿Qué más puedo decirte? ¿Dudarás aún? ¿No me entenderás todavía? ¿Seguirás creyendo que no te amo lo que tú deseas? ¡Oh! Serías bien injusto. Antonio, antes que serlo pídeme pruebas a tu placer. No es la primera vez que te he dicho que serás árbitro de mi suerte: te repito ahora que te amaré como tú quieras; que seré para ti, hoy mismo si te place, la que tú quieras que seas; pero déjame creer, amigo mío, Armando mío, mi leal caballero, déjame creer que tú no quieres sino mi felicidad, y que comprendes que mi felicidad será grande si me haces sentir que tú la posees, y que ambos la merecemos. Si soy una pobre sensitiva que sufre con los cambios atmosféricos, eso, ya lo ves, no es culpa mía. Si deseo verte y me enojo alguna vez porque no lo adivinas… tampoco es culpa mía. Sé indulgente: sufre mis desigualdades y ámame siempre, como esposo, como hermano, como quieras, Antonio, pero estimándome siempre. La idea de que tu amor era meramente físico me haría mucho, muchísimo daño. Tuya.
T.